Es lo que más le gusta de su oficio: la carne palpitante, tibia y húmeda, trémula bajo el
contacto de sus manos expertas. Por ello prescinde de guantes, porque no quiere que nada se les interponga al contacto lascivo con otra piel. De chiquillo se fascinaba pegado a la vitrina, viendo a través del turbio cristal al carnicero que amasaba con voluptuosidad la pieza estirada sobre el mármol, limpiándola de impurezas por fuera. Despojándola de la fina telilla translúcida que la envolvía, retirándole los restos de tendones, recortando la grasa superflua, extrayendo algún huesecillo inoportuno. Para suspenderla luego de un garfio y tajar un grueso pedazo que iría a reposar, tembloroso, sobre la tabla de corte.
Le centelleaban los ojos mientras el profesional -ya no recuerda su nombre- pulía la larga y delgada hoja de la tajadera haciéndola correr rítmicamente sobre la rugosa chaira, arriba y abajo, de un lado y del otro, arrancando imperceptibles capas al filo. Luego presionaba el tajo con la palma de la mano para darle consistencia y -ahí llegaba el éxtasis- ir fileteándola con suavidad, deslizando la cuchilla sin atropellos, con lujuria, mientras se derramaba un liquidillo sonrosado que lustraba el desgastado tocón de madera. De allí le vino la vocación y, con los años, la ocupación. Trocada, por arte de las circunstancias, en lo que hoy es.
Ha desenvuelto con reverencia el hato que encierra los instrumentos de su oficio, dejándolos a la vista. Ahí están el afilador, las cuchillas, la macheta y la fileteadora de media luna. Sabe que no debería usarlos -aunque no pierde la esperanza- y se consuela palpando la maza de ablandar. Tampoco estarán el taco de corte ni el gancho, que ya hace tiempo sustituyó por la cuerda y el trono: una silla a la que ha ligado la pieza, esta vez en forma de hombre amordazado que le contempla hacer, desorbitado.
A este individuo no hay que castigarlo, ni ha de servir de ejemplo para mantener a raya a otros adversarios. Simplemente, ha de confesar.
Y sin embargo lo ha enmudecido con una gruesa porción de cinta adhesiva que le ocluye la boca, impidiéndole articular palabra.
¿Paradoja? No: táctica.
Primero, porque ha de infligirle el suficiente martirio como para que desee con toda su alma soltar cuanto el carnicero quiera arrancarle. Como quien agita una botella de champán antes de descorcharla para que, cuando le libere los labios, de ellos no surja más que una verdad absoluta e irrefrenable, expiatoria. Pero antes ha de padecer, sin posibilidad de inmediata remisión.
Y además porque ¿en qué quedaría el arte del torturador si el torrente verbal surgiera sin suplicio?
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