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La bruma se alza a girones sobre el mar en calma y se espesa mientras el inspector Mateo Navas avanza por el pantalán abandonado, apenas iluminado por una luna espectral. Levanta el cuello de su chaqueta, protegiéndose de la humedad. A su espalda, lindando con la playa, queda la desmantelada termoeléctrica que espera el inminente derribo. Al frente, el muelle se adentra hasta la punta donde antaño amarraban los buques cisterna que surtían de combustible a la central obsoleta. Allí se adivinan las siluetas de media docena de policías, desleídas entre el manto nebuloso. Uno de ellos desanda la pasarela al verlo llegar y sus rasgos se van tornando nítidos a medida que emerge de la neblina.
El hallazgo lo ha hecho un pescador, explica, aunque Navas ya lo sabe: se lo dijo la voz que, al teléfono y muy avanzada la madrugada, le hizo concluir el sueño abruptamente. Ha visto al pobre hombre hace un minuto, tembloroso, arropado en una manta; afirmado contra el coche patrulla junto al que el inspector ha aparcado; deseando que le dejen marchar. Sigue leyendo