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Me molestan los taxistas con vocación de dar conversación a la clientela. Me repulsan, los odio. Por eso he decidido que mi último viaje será con uno de esos tipos, como postrera venganza.
En la parada repaso la fila de cocheros y los voy dejando pasar, desechándolos hasta que elijo a mi particular Caronte: un señor regordete, coloradote, en quien preveo un derroche incontinente e insufrible de verborrea. Me sentaré delante porque detrás me mareo, le solicito. Sigue leyendo