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Publicaciones de la categoría: Cuaderno de apuntes

Sábado.

27 sábado Abr 2019

Posted by Martín Garrido in Cuaderno de apuntes, Noticias

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Chile, escritor, novela negrociminal, sábado

Día ciento diecisiete del año nuevo.

Si el anterior fue sábado de gloria –día de silencio y reflexión que antecedió al domingo de resurrección- hoy es el sábado de reflexión electoral que precede al domingo de vete-a-saber-cómo-acaba-esto. Dado que mi voto está ya más que repensado, yo me lanzo a losmqui mandos de mi ordenador –por favor, no hacer caso de la foto que cuelgo aquí al lado- y me pongo a reteclear en el borrador de la actual novela que estoy pergeñando. Mientras, frente a mi casa, el payés que comparte mi paisaje está arando su pedazo de tierra. Lo veo a través de la ventana. Paso a paso empuja el motocultor, parsimonioso y con método, laborando la tierra que habrá de dar sus frutos de aquí a poco. Para él tampoco hoy es festivo. Viéndole se me afianza aún más la idea de que la inspiración sólo te ha de llegar si te pilla trabajando: en mi caso, estrujando las teclas de este instrumento que hace aflorar mi creatividad.

De esta novela en ciernes –la tercera después de El efecto dominó y de No hay lugar para la poesía– sólo diré que la acción se desarrolla entre España y Chile, tierra ésta última que –por avatares del destino- he tenido ocasión de conocer y frecuentar por motivos de esa otra ocupación mía que contribuye a mi sustento, de la que ya hablaré en alguna otra ocasión. Mientras escribo se me vienen a la cabeza las imágenes de Santiago, de Valparaíso, de Viña y de Isla Negra, y de viñedos entre la cordillera y el Pacífico gris. Recorro de nuevo calles y plazas, subo a los cerros, visito donde vivió Neruda y vuelvo a tomarme un ceviche en el mercado central y un chop helado en la plaza de Armas. Y recuerdo a la gente que allí conocí. Tengo ganas de volver.

Es bonito esto de revivir lo vivido y recordar mientras escribo realidades paralelas que me traen y me llevan más allá del ventanal de mi estudio.

Regreso al teclado: vamos allá.

 

 

 

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¿Qué habrá sido de…

03 miércoles Abr 2019

Posted by Martín Garrido in Cuaderno de apuntes

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Teresa

Día noventa y tres del año nuevo.

-Durante tiempo estuve desplazándome fuera de ciudad en coche, por motivos de trabajo. Debía visitar a unos clientes y cada semana me iba para allá. Pero antes de llegar a mi destino me veía obligada a recorrer la travesía de una pequeña población, donde indefectiblemente venía a pararme ante un semáforo que jamás encontré en verde.

Es Teresa quien me cuenta la historia que ahora les reproduzco en estas líneas. Me ha llamado al mediodía y me ha citado para esta tarde, casi con urgencia. Necesito alguien sensible con quien hablar, me ha dicho, y –sabiendo cómo es ella- no he tenido claro si debía tomármelo a bien o a mal. Pero aquí estoy.

-Se formaba una buena hilera de vehículos y una muchacha marchaba con vivacidad uno tras otro, bolsa de pañuelos de papel en mano, pidiendo caridad. Porque, Martín, por mucho que uno se quiera travestir de vendedor de clínex, de limpiacristalero a salto de mata o de artista del malabar o funambulista callejero, o de músico del metro, y así vivapobre con la ilusión de tener un oficio, no es más que un pedigüeño. Por muy bien que lo haga.

Hay excepciones, pienso yo, pero la dejo continuar.

-Aquella chica era guapísima. Joven, con esos rasgos del este de Europa que enamoran. A mí me dio por pensar que  estaría bien que uno de aquellos día acertara a pasar por allí un galante Richard Gere como el de Pretty woman y la rescatara de aquella esquina; quiero decir de aquella travesía.

Por un instante he visto en los ojos de Teresa una llama de emoción, que apaga encendiéndose un cigarrillo, dándole una calada y entornando los ojos.

-Pero pasaban los días y los meses y la chica seguía allí. Nunca vi que nadie le comprara un solo paquetito de pañuelos, tampoco yo, pero ella siempre sonreía y saludaba a los conductores que marchaban sin querer verla.

La mirada de mi amiga se ha acerado y vuelve a ser ella.

-Al poco hicieron una variante y ya no tuve que recorrer aquel camino. Pero como que los imprevistos son lo más previsible en este nuestro país, unas obras urgentes hicieron que tiempo después retornara a la antigua vía. Enseguida me acordé de la chica. ¿Richard Gere la habría rescatado al final? Ahí mismo es donde ella estaba antes, me dije al divisar la silueta de una vieja que ahora ocupaba su puesto.

Otra calada al cigarrillo de mi amiga concluye en un rictus.

-El semáforo cambió a rojo, como en los viejos tiempos, y que quedé al lado de esta otra mujer que también ofrecía pañuelos de papel. Sólo entonces reconocí a la chiquilla de entonces. Era una ruina de lo que fue, créeme, Martín. ¿Cuánto había pasado? ¿Tres, cuatro años? Quedé desolada. La muchacha vivaz de piel tersa, erguida, que saltaba entre los coches, estaba ahora arrugada, encorvada y arrastraba los pies. ¿Qué le habría pasado? Cambió el semáforo y arranqué. La seguí por el retrovisor mientras salía de allí. Se había orillado hacia la acera y dejaba pasar los vehículos con desinterés. Me dio pena, mucha.

Miro  los ojos de la dura Teresa y observo que otra vez se han humedecido.

-La perdí de vista. Entonces enfoqué el retrovisor, mirando ahora mi cara. Queriendo comprobar que el tiempo no había sido tan devastador conmigo y que la vida no se me estaba mostrando tan injusta. El nudo que se me hizo en la garganta estuvo oprimiéndome kilómetros y kilómetros. De esto último hace otro par de años.

Nunca he sido bueno para reconfortar a nadie en el pesar, y con Teresa –la radical Teresa- no sabría cómo hacerlo. Así que callo.

-Por qué te cuento esto hoy, te preguntarás. Verás. Esta mañana he vuelto a pasar por allá, de nuevo accidentalmente. Hoy, excepcionalmente, no cambiaba el semáforo. Mientras que me aproximaba he tenido que ralentizar mi coche para darle tiempo de ponerse en rojo. Imagínate la de pitidos que he formado. Y todo para comprobar que ella ya no estaba. Más delante me he parado sobre la acera y he desecho el camino a pie. He entrado en un bar de allí enfrente y he preguntado al camarero que pasaba el paño sobre la barra. Sabía de quién le hablaba. Un día se fue, sin más, me informa. ¿La recogió algún coche?, he preguntado esperanzada, y el hombre se ha encogido de hombros y ha proseguido su faena.

Teresa lanza otra vez la mano al paquete de tabaco.

-A veces una tiene la impresión de llegar tarde a los sitios, ¿a ti no te pasa? Y entonces me pregunto por qué no hice eso o lo otro mientras estuve a tiempo. Es lo que me ocurre con esa chica. Ya sé que no hubiera podido aportarle nada, pero me hubiera gustado hablar con ella, preguntarle por su pasado, saber de dónde venía, qué esperaba de la vida o, al menos, comprarle un paquetito de pañuelos. Ya sé, me dirás que no hubiera arreglado nada, pero yo ahora me sentiría mejor.

La entiendo.

Pero por más que Teresa me suponga un alma cándida y un espíritu sensible, ahora me invade una gran frialdad: la de quien intuye que a Teresa, como a muchos otros, lo que les afecta no son los desgraciados con quienes se topan en la calle, sino lo mal que se vienen a sentir ellos mismos cuando ya no hay solución. Ese es, tal vez, el verdadero problema: el desinterés. Así que no compadezco a mi amiga en absoluto: ella no es la víctima.

Pero mejor sigo callado.

 

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Viejos.

24 domingo Mar 2019

Posted by Martín Garrido in Cuaderno de apuntes

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Día ochenta y tres del año nuevo.

viejos (2)

El viernes es el día más tranquilo en la biblioteca, fuera de la temporada de exámenes. Los muchachos y muchachas que la frecuentan están preparando el fin de semana y uno encuentra sitio de sobras donde sentarse a leer o a escribir. Se respira paz, tranquilidad y sosiego. Hasta puedes acercarte a la zona de la máquina de café y echar unas parrafadas sin molestar demasiado a nadie. En ello andamos mi amigo Alejandro y yo, tomando un brebaje oscuro. Alejandro –recuerden- es un octogenario misántropo que, a pesar de ello, ha decidido que vale la pena deleitarme con su conversación.

-La otra mañana salía de la panadería con mi pan de cada día bajo el brazo. El día era bueno y me senté en un banco de la plaza. En el de al lado fumaban tres chicas apenas salidas de la adolescencia. Me puse a escucharlas.

Tomo nota de que este viejo es de trato escaso, lo que no le excluye de espiar las conversaciones ajenas. Otra cosa más tenemos en común.

-Por lo que hablaban deduje enseguida que eran enfermeras o algo así, en su jornada de fiesta. Saltaban de tema en tema. Nada interesante, Martín, hasta que tocaron uno que a mí me concierne. Una de ellas exponía que días atrás había atendido a un viejo solitario, traído desde su casa en ambulancia. Quedó ingresado, lo trataron y por la noche estuvo tranquilo. A la mañana siguiente se personó su hijo.

Alejandro hace un alto para dar un sorbo al café. Yo ya he olvidado el mío, suspenso de sus palabras.

-Por una extraña coincidencia le había tocado una habitación para él solo, lo que facilitó su reposo. Pero, lo que es un privilegio en la sanidad pública, había degenerado en un horrible trifulca al preguntar su vástago que quién le había velado el sueño. El hombre se quejó de que habían dejado a su padre sólo, aún estando enganchado a infinidad de catéteres y cables. De sus palabras deduje que el individuo era hombre de cultura y posición, pero no por ello dejó de maldecir y amenazar con querellarse en los juzgados.

Yo entro en situación y aguzo la atención para ver a dónde quiere ir a parar mi amigo.

-Las tres enfermeras festivas coincidieron en que aquél hombre había meado fuera del tiesto. El abuelo estaba bien y, si tanto interés tenía el quejoso, ¿por qué no había venido él a cuidarlo? ¿Por qué no lo tenía consigo? ¿Acaso no era su obligación de buen hijo? Una de las chicas acabó por usar el calificativo que flotaba en el aire: desfachatez. Y ahí es donde entra la reflexión que yo me hago de toda esta historia ajena.

Alejandro se asienta y me mira a los ojos.

-Los viejos somos un estorbo, Martín. Tenemos la tozudez de no morirnos, de persistir en este valle de lágrimas. Y eso, en los tiempos que corren, es de mal gusto.

Yo le diría que no es así, que la medicina avanza, que aumenta la calidad de vida, que el hecho de que se vivan más años es síntoma de progreso. Hasta de evolución social. Alejandro salta impelido como por un resorte. Ahí quería llegar, me dice.

-Hace dos o tres generaciones los viejos vivían menos, pero vivían acompañados. Se morían antes, pero entre la familia. Ahora el estado de bienestar prolonga la vida, sí, pero no basta para procurar atención a los abuelos. ¿Sabes cuál es uno de los temas de conversación entre muchos hermanos de cierta edad? Te lo diré: que a cuánto sale por barba costear una residencia, porque las actuales tarifas no son asumibles ni para los abuelos ni para sus familias.

-También hay ayudas para sufragarlas.

-Pocas.

El viejo se resitúa en su silla para tomar impulso.

-Martín, y hace décadas que la sanidad, que nos da más vida, es más o menos gratuita. También lo es la educación. Si los hijos no tienen tiempo ni por regla general tampoco medios, ¿por qué no hay lugares decentes para todos, de titularidad púbica, donde esperar sin prisas al último día? ¿Tanto gasto supondríamos?

Se me ocurren una cuantas ideas, pero Alejandro se responde a sí mismo.

-El problema, Martín, es que los viejos vamos cuesta abajo, decayendo e infantilizándonos hasta dejar de protestar. Ni tenemos futuro ni somos un potencial de rédito para los que mandan, muchos de los de mi edad no van a votar.

Yo no veo las cosas tan simples, pero Alejandro prosigue.

-Nuestros vástagos sólo piensan en que se acabe pronto el mal trago, sin calcular que también les llegará el momento. Así que, si eres viejo, ¡apáñatelas como puedas!

La tarde se está tornando espesa. Empiezo a contar la edad que tengo y a calcular cuánto margen me queda. Mejor saco otro par de cafés y cambiamos de tema.

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Pagar para esto…

18 lunes Mar 2019

Posted by Martín Garrido in Cuaderno de apuntes

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Día setenta y siete del año nuevo.

Cada vez que voy al dentista, como esta tarde, se me vienen a la memoria dos películas. La primera es una comedia  negra a rabiar a pesar del humor que destila: La pequeña tienda de los horrores, se titula.  De ella he visto dos versiones cinematográficas, una del dentistaaño 1960 y las otra de 1986. El segundo film es Marathon man, al que he dedicado un post en este mismo blog. Ya sea en uno u otro film, el dentista (en forma de sádico o de torturador, respectivamente) se presenta como un personaje marcado con el estigma de productor inevitable -y hasta sádico- de dolor. No sólo cuando te maneja la boca, también cuando te extiende la cuenta.

Mi doctora tiene la costumbre de charlarme mientras estoy postrado en ese tecnificado potro de tortura que es el sillón del odontólogo. Lo de que “charlamos” es una figura retórica: yo bien poco digo, más ocupado en prever por dónde me vendrá el siguiente pinchazo o cuando notaré ese dolor frío e incisivo que –según los entendidos- es el más penetrante de cuantos se pueden infligir a un ser humano. Todo ello al tiempo que me aferro compulsivamente de los robustos reposabrazos. Mientras, ella me cuenta esto o lo otro o lo de más allá. Yo, por cortesía y para no aparecer como un gallina redomado, gruño de tanto en tanto y hasta lanzo un gorgoriteo sin gracia que quiero asemejar a risa. Al tiempo, ella se inclina sobre mí, clava sus preciosos ojos verdes en mi boca y me mete dentro sus dedos enguantados. Tira de mis labios, apalanca entre mis dientes y hace rechinar contra ellos el torno, y me lleva casi al ahogo en mi propia saliva, para drenarla en el último segundo,y luego incrustar cuñas sobre las encías, y abultarme los labios con almohadillas de algodón amargo, para luego impregnarme las encías  de una pasta vomitiva. Todo un espectáculo, en definitiva: a veces pienso que me gustaría ver qué cara hago en ese trance. O mejor no.

El caso es que de aquí a unos cuantos días cenaré con un escritor que vino a publicar hace un tiempo una novela ambientada en una casa de citas. Seguro que si le contara la experiencia de hoy, él no dudaría en asegurarme –con el humor que le caracteriza- que el dentista es, entre los profesionales de la medicina, el arquetipo ideal del sadomasoquismo: le pagas para que te aflija. Me quedo con esta idea. Otro día, cuando esté menos dolorido, hablaré de otras clases de sexo.

 

 

 

 

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La cigarra y la hormiga.

17 domingo Mar 2019

Posted by Martín Garrido in Cuaderno de apuntes

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Día setenta y seis del año nuevo.

Lisardo se jubila. Me lo ha dicho esta tarde, mientras nos tomábamos unas cañas en nuestro bar de invierno. Me he quedado sorprendido al principio, ya que lo hacía más joven: a lo sumo le echaba dos o tres años por encima de los que yo tengo. Aún me quedo más pasmado cuando me dice que en realidad es así y que todavía le falta un tramo para alcanzar la edad del retiro forzoso.

-Pero me voy –se reafirma.images

Le informo, por si acaso no lo sabe, de que va a perder un dineral en la paga que le correspondería si cumplimentara toda su vida laboral. Se encoge de hombros. Sólo se vive una vez, Martín -me ha respondido. ¿Tan harto estás?, le he preguntado, y me dice que un poco sí.

-Echarás de menos la cocina –auguro.

Me mira y empieza a salirle esa expresión que tanto me fastidia, la de cuando pretende denotar que no me entero de nada, que me chupo el dedo.

-¿Quien dice que voy a dejar la cocina? Lo que voy a dejar es de cotizar.

-¿Vas a trabajar en negro?

-Por supuesto. ¿Te extraña?

Se me cae el mundo encima. Lisardo será como quiera, pero no me esperaba esto de él. Se da cuenta y su expresión va variando a divertida a medida que la censura se empieza a dibujar en mi rostro.

-¿Acaso tú sabes cuánto vas a vivir, Martín? ¿Por qué te empeñas en ponerle dinero al Estado cuando igual vas y mañana la espichas? ¿A dónde irá a parar todo lo que hayas acumulado hasta entonces?

No me convence, pero no me da ocasión de decírselo.

-¿Sabes a dónde iría a parar? –me desafía-. Al bolsillo de algún mangante, ten por seguro que es ahí a donde iría a parar. O se lo gastaría el gobierno de turno en cohetes y en vino. Así que me planto, ya he contribuido lo suficiente. Viviré de mis jornales y ahorraré mis impuestos.

-¿Y si te da por llegar hasta los cien años, qué? ¿Con qué te mantendrás entonces? ¿Quién te recogerá de la calle, quien te llevará al médico?¿O pretendes convertirte en un parásito?

Sus ojos ya no son divertidos.

-Martín, estoy seguro de que te creíste de pequeñín aquella farsa de la cigarra y la hormiga, ¿a que sí? Te garantizo que no fueron las hormigas quienes inventaron esa historia. Hasta puede que lo hicieran las cigarras. Y como que ya estoy harto de mantenidos, he decidido dejar de subvencionar a mangantes, ¿me entiendes?

La ira empieza a anegar sus ojos. Me da la impresión de que tras su decisión hay hay algo que no me cuenta.

-Yo conozco a muchas cigarras de dos piernas -prosigue- que se pasan días y días y años y años chirriando en los mentideros, o de fiesta en los puestos de mando. Deserto de subvencionarlos. Y que sepas que la fábula no es más que un engañabobos, que la cigarra no se muere cuando llega el invierno: es uno de los insectos que más años vive. Si no me crees consúltalo en alguna de tus bibliotecas.

Lo haré, pero sigo sin estar de acuerdo con él. Creo que fue con mucho esfuerzo que se hizo el fondo de pensiones y también pienso -por mucho que a veces me asalten dudas cuando leo lo que leo y veo lo que veo- que debemos ser solidarios los unos con los otros. La actitud de Lisardo me parece reprochable, aunque presiento que cada vez hay más escépticos e insumisos sociales. Pero hoy no es día de atizar la discusión. Tal vez mañana.

 

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Principiando

11 lunes Mar 2019

Posted by Martín Garrido in Cuaderno de apuntes

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Día setenta del año nuevo.

abueloSeis de la tarde y los día ya van alargando. Un hombre me habla.

-Creo que soy bueno para recordar caras, pero casarlas con nombres o asociarlas a lugares ya es otra cuestión, de lo que viene a resultar que sepa que a tal espécimen lo conozco de algo pero a veces no sé de qué en concreto, no porque con la edad me vaya fallando la memoria, pues siempre sé casar la faz de tal o cual individuo con la impresión que me dio antaño y que almacené en el cerebro o al fondo de mi estómago, y llegado el momento soy capaz de recuperar y distinguir si vale la pena volver a dirigirle un buenos días o un buenas noches, lo que incluso me ha hecho intuitivo y ya me pasa con quienes descubro, todo y que soy escéptico y que cada vez me importa menos la gente, aunque de tanto en tanto me lleve alguna sorpresa.  

-¿Siempre ha sido usted así? -meto baza, y el viejo que tengo delante me mira con ojos grises.

-Siempre, y con los años estoy yendo a peor, aunque  resulta paradójico que quienes me rodean dicen que soy un tipo de buen trato, opinión que en absoluto comparto y que incluso miro de no cultivar, de lo que viene a resultar que el número de mis conocidos es amplio, por razones que ahora no vienen al caso, pero mi círculo de allegados, que no amigos, está más parejo con el de vértices de un triángulo que con el de puntos de un redondel, pero aún así aún mantengo cierta expectativa y, a pesar de que a usted nunca antes le conocí, aquí estoy dándole cháchara.

La sección de periódicos y revistas de mi biblioteca está plagada mañana y tarde de gente de edad, sobre todo cuando arrecian los rigores del verano o los del invierno. Ahí es donde conozco al curioso octogenario con quien ahora departo, algún día acabaré de relatarles el extraño modo en que principiamos a trabar conversación. Le llamaré Alejandro, por ponerle un nombre. Es de naturaleza solitaria pero de verborrea acelerada y conserva un físico excelente para sus años. No le agradan ni el fútbol del bar ni el dominó ni las cartas del hogar del jubilado, porque para esos lugares se requiere de ciertas habilidades sociales que, como ya se ha dicho, él rehuye. ¿Entonces en qué se distrae?

-Leo.

Me sorprende con esta frase poco más que monosilábica e imagino cuánto se recoge en ella. Lee, me asegura. Empezamos bien.

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Porque no engraso los ejes.

28 jueves Feb 2019

Posted by Martín Garrido in Cuaderno de apuntes

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Teresa me dice que está tomándole gusto a salir a caminar y me requiere a que lo haga con ella. Yo he de excusarme -de momento- porque una ligera dolencia me tiene apartado de ese ejercicio que tanto me agrada. Se conduele conmigo -son sin un cierto deje de menosprecio, todo hay que decirlo- y aprovecha para contarme cuánto le llena esta nueva actividad; a la que, por cierto, la animé yo a entrar a pesar de sus resistencias.

-En cuanto le has tomado el tranquillo ya vas en automático, y te puedes dedicar adescarga pensar. Es como meditar mientras te da el sol. Si eliges un buen lugar, sin tráfico y sin posibilidad de perderte, sólo has de verificar de tanto en tanto que el ritmo y la respiración son adecuadas, y te lanzas a reflexionar. A mi me va bien para la cabeza y para las gorduras, que a estas alturas hay que mantener a raya.

Le pediría que me especificara si se refiere a conservar la linea o el intelecto -les puedo asegurar que las caminatas son buenas para ambos, y también para olvidar-, pero ella se adentra en otros derroteros sin darme la oportunidad.

-¿Has visto a todos esos que van con los auriculares siempre puestos? ¿Tú te crees que pueden pensar en algo?

No sé qué decirle, yo mismo me había puesto música más de una vez mientras me ejercitaba, incluso lo había hecho al estudiar en mis tiempos mozos.

-A mí me recuerdan a aquel tango -prosigue ella-, creo que es un tango, ¿no?, aquel de los ejes. Por que no engraso los ejes me llaman abandonao, si a mi me gusta que suenen, pa que los voy a engrasar -me canturrea-. ¿Sabes cuál te digo?

Sí, lo sé, y sé a donde va a parar ella. Porque en la tercera estrofa dice algo así como: No necesito silencio, yo no tengo en qué pensar; tenía hace tiempo, ahora ya no pienso más. Aquí les dejo donde pueden oírlo. Y por si acaso le cambio el tema a mi amiga: no quiero profundizar más en sus reflexiones extremistas, ya sé de sobra a dónde conducen.

 

 

 

 

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¿Aburrirme?

25 lunes Feb 2019

Posted by Martín Garrido in Cuaderno de apuntes

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El tiempo vuela y, cuando vas ganando en edad, parece que se acelera. A veces tengo ganas de que llegue el tiempo de aburrirme, por aquello de alargar la calexistencia. Y, sin embargo, se hacen tantas cosas al cabo el día que es imposible caer en el ostracismo. Algunos de entre mis allegados me aseguran que, con la jubilación, el que se aburre es porque quiere, y me enumeran sus actividades: a primera hora, nietos y café; luego, comprar o ver tiendas; después pasear o hacer deporte, o ir a la playa cuando es temporada; comer, o hacer la comida y comer; otra vuelta por ahí, a ver a los amigos; contemplar una película o recorrer las calles viendo cómo evoluciona la ciudad; a media tarde, más nietos (a la hora de la salida del colegio); luego a casa, o a la partida del bar, o a donde sea. Y de vez en cuando viajar (si la pensión nos llega). Los hay que hasta hacen algún pluriempleo -si es que estar jubilado es un trabajo-. De todas estas actividades, hay unas cuantas que, ya de entrada, estoy seguro de que me han de sobrar cuando llegue el momento. Lo cierto es que me aseguran que, contra cualquier pronóstico previo, los jubilados viven una existencia muy intensa.

En definitiva: que no llegaré al aburrimiento, pero el tiempo se seguirá acelerando.

¿Qué ha propiciado toda esta reflexión, a qué vienen estas lineas? A que hace cincuenta y tantos días desde que empezó el año y veo –casi con desesperación- lo parco que soy dando entradas a este blog: ni una sola opinión, ningún artículo, ningún relato. Desde la pasada comida de navidad que, al menos aquí, no escribo nada de nada de nada. Tan sólo he colgado las pequeñas reseñas de las películas que he ido viendo. Mis amigos Lisardo y Teresa también parecen haberse esfumado, tal vez anden de vacaciones.

Y sin embargo he hecho cosas. Un relatito va camino del parecer de unos posibles lectores. Otro –bastante más extenso- ha ido a engrosar mi biblioteca, a la espera de que yo juzgue que es el momento de hacerle ver la luz. He retomado la idea de una tercera historia que de tanto en tanto voy construyendo; y he desechado otra –muy avanzada- que también me ha ido acechando a temporadas. Y así andamos. Cuando tenga más noticias me pondré de nuevo ante el teclado.

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De cenas de empresa

04 viernes Ene 2019

Posted by Martín Garrido in Cuaderno de apuntes

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Día cuarto del nuevo año.

cena

Me explica mi amiga Teresa -a toro pasado- cómo le fue la cena navideña de empresa. Les recuerdo que trabaja en asuntos de finanzas y que es una despiadada mujer de negocios, en su otra existencia ajena a nuestra amistad. Por mi parte he de confesarles que yo de comidas de empresa bien poco entiendo: en mi firma soy el único figurante. Por lo que, con un vermut que me auto-otorgo antes de las vacaciones estivales y otro al principio de la Natividad, ya me doy por cumplimentado a efectos laborales.

-La función fue calcada a la de anteriores años. Picoteo y primeros sorbos a las copas. Después discursos y respuestas, aún a pie derecho, antes de que el alcohol tornara imprudente a algún comensal. Luego distribución en la alargada mesa: en la cabecera, los pelotas arracimándose sobre el presidente, enzarzados a codazos con quienes precisaban de hacerse ver; a media distancia la gente más consolidada y, tirando para el final, los que nunca llegarán a nada; cerrando la mesa, los que ya lo tienen todo pero no quieren privarse de gozar del espectáculo en toda su vista.

Obvio preguntarle donde se aposentó ella, quiero seguir escuchando su relato.

-Vinieron los platos principales –me cuenta- y más y más y más vino, mientras subía el tono de la conversación. Luego los postres, los cafés y las copas, para rematar. Todo entre mofletes colorados y ojos tornados en vidriosos, cuando no saltones. Y, al fin, despedida y cierre. Yo estaba a medio camino entre la presidencia y el final de mesa –acaba por especificarme-. A mi lado se había sentado un muchachote agradable con quien anduve departiendo en un juego a seis o siete bandas, con otros tantos figurantes de nuestro sector.

-¿Lo pasaste bien?

-Bastante, la verdad. Si no fuera por el final del acto.

Acabados el yantar, las libaciones y los selfies, los concursantes dejaron el salón en orden contrario a su ubicación en la mesa, por aquello de que los últimos serán los primeros. Teresa pasó al frio de la calle, arrebujándose en su abrigo. En la acera, deseos navideños y besos de despedida. El muchacho de antes telefoneó a un taxi.

-Yo tenía el coche allí al lado y, por mera cortesía, me quedé a intercambiar cuatro frases en tanto no arribaba su transporte. Del resto de gente no fue quedando nadie. El taxi tardaba demasiado y la conversación se alargaba. Me dio apuro irme y dejarlo solo en la acera. ¿Vives muy lejos?, le pregunté. Un poco. ¿Quieres que te acerque?, me ofrecí.

Una imagen de la escena empieza a figurárseme.

-¿Qué edad tiene el chico?

-Catorce o quince menos que yo. Tal vez veinte. Te juro, Martín, que lo hice sin segunda intención. Tú ya sabes que no soy de yogurcitos.

Nadie le ha preguntado eso. Pero hago raudos números y calculo que el referido comensal debe estar más cerca de la adolescencia que de la alta edad madura. En cuanto a lo de que ella no es de cometer infanticidios…

-Me dijo que no, que gracias, que no era necesario. Pero el taxi no legaba y allí seguía yo, dándole conversación. No me preguntes por qué, debe ser el síndrome de madre que aún me embarga. Arreciaba el frío. Así que a los minutos le señalo el coche que tengo aparcado al lado y le rehago el ofrecimiento. Lo noté incómodo.

La escena se me va haciendo más nítida.

-Tendría que haber traído el mío, me respondió él; pero mi pareja lo usa por las tardes, me recalcó con intención mientras remarcaba en el teléfono para reclamar su transporte. Ya está al caer, aseguró al colgar. La incomodidad era evidente en él y, la verdad, también en mí. Llegada a este punto ya no sabía cómo retirarme.

Yo me reiría si no fuera porque Teresa es muy susceptible, así que me contengo.

-¿Llegó el taxi?

-Claro. Pero oye: si durante toda la comida no me dijo que estaba emparejado, ¿a santo de qué me lo tenía que sacar ahora? Dime, Martín, ¿tú me ves pinta de buscona?

Ahora sí que me río, por no tener que responder. Es que no se puede ser amable con nadie, acierto a decirle al poco, entre carcajadas fingidas. Y ella me mira con ojos retorcidos.

-Esto me pasa por buenaza –dice, zanjando el tema.

En otra ocasión volveré a hablarles de mi amiga Teresa, lo prometo.

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De frases hechas y otras estupideces (1)

26 viernes Oct 2018

Posted by Martín Garrido in Cuaderno de apuntes

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cocina, escritor, estupideces, frases hechas, lisardo, relatos y novelas

el-viejo-cocinero-gris-cabelludo-con-los-ojos-azules-está-trabajando-en-la-cocina-113116635-Decía siempre mi padre que preguntando se llega a Roma; que es como decir que si quieres hacer algo, mira de asesorarte.

Lisardo habla mientra revuelve briosamente un batiburrillo de ingredientes en una sartén. Es la hora del almuerzo, bulle la cocina del restaurante y yo soy el único cliente con licencia para pasearse por ella cuando está en todo su apogeo. Soy un privilegiado, porque aquí huele a comida de verdad. Los camareros dejan las notas de las comandas sobre el mostrador que antecede a los fogones y Lisardo los canta antes de ir a ensartarlas en el clavo que pertoca a cada mesa. En este lugar se trabaja a la antigua. Sigue leyendo →

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