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Publicaciones de la categoría: Cortos

Amores de barra.

18 viernes Mar 2022

Posted by Martín Garrido in Cortos

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Amores de barra, Bruma negra, Calibre38, relatos negrocriminales

(Publicado por Calibre38, IX Concurso Internacional de Relato Bruma Negra, 2021).

El abogado Santiago Morilla está entre mis clientes desde que me estrené como detective, y aquella mañana me rogó que me viera con Sonia Escudero.  

–Sé que ya no llevas casos como éste –reconoció–, pero soy muy amigo de su familia.  

Hay compromisos ineludibles, así que me avine a atenderla. Morilla me adelantó que Sonia era corredora de bolsa y también dueña de un bar de copas en Indautxu, montado a medias con su acaudalado padre. Lo dirigía su marido Enrique, y ella solo se acercaba por allí a pasar cuentas. El bar era una concesión del padre para tener distraído a un yerno cincuentón, perezoso y ya ajado, del que ella se había encaprichado hacía demasiados años. Ahora lo mantenían asalariado, para justificar que hacía algo de provecho en la vida. 

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Amores de barra.

14 lunes Mar 2022

Posted by Martín Garrido in Cortos

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Amores de barra, Bruma negra, concurso de relatos, martín garrido

Uno de mis relatos obtuvo un reconocimiento en el último Concurso Internacional de Relato Bruma Negra. Llevó por título «Amores de barra» y se puede leer aquí: https://revistacalibre38.files.wordpress.com/2021/10/relatos-bruma-negra-2021.pdf

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Invisibles

06 sábado Mar 2021

Posted by Martín Garrido in Cortos

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Invisibles, relatos de covid

El que dijo que no son los años los que pesan, sino los kilos, era un imbécil, pensó tras apartarse la fastidiosa mascarilla y coronar los tres tramos de vetustos escalones que lo encumbraron a su rellano, con la compra a cuestas. Un imbécil de solemnidad –recalcó para sus adentros–. Porque a mí no me vencen mis escuálidos sesenta y seis kilos, sino los ochenta años de antigüedad que acarreo.

Cuando se vino a este barrio estaba bastante más hecho. Entonces su peso rondaba los setenta y tantos, y aunque la escalera es la misma, peldaño a peldaño, la fatiga de ahora al subirla es bien diferente. De eso ya hace casi medio siglo –calculó–. Así que no me jodan con que son los kilos, se dijo mientras descansaba la carga y recobraba el resuello. Sacudió la mano para recuperar la circulación de la sangre, estrangulada por las asas del cesto, y rebuscó las llaves entre sus bolsillos.

–Entré a vivir aquí de segundas nupcias. Lo de segundas es un decir –aclara al inspector de policía que mantiene ante su puerta, sin invitarle a pasar–. Franco aún vivía y yo me había apartado a las bravas de mi primera señora, así que con ésta nunca llegué a casarme. Pero es mi mujer a cualquier efecto –se reafirma.

Había metido una llave en la primera de las cerraduras, la abrió y enseguida puso la otra en el segundo cierre. Tenía pocos segundos antes de que se disparase la alarma, así que se afanó con las teclas que desconectaban el artefacto chivato.

–Con tanto robo y tanto ocupa, ya ni con dos pestillos me fio –dice al policía.

El abuelo había retomado el cesto de la compra. ¡Ya estoy aquí, nena!, gritó justo antes de pasar adentro.

¡Nena!, pensó con sorna, y ajustó los cierres y reconectó la alarma, no lo fueran a sorprender. Antes sí que era una nena: una cría mucho más ligera que este capacho maldito, se dijo mientras porteaba el mandado de la compra a la cocina.

Vengo derrengado, repitió para ella, ahora más tenue. ¿Ha habido alguna novedad por aquí?, se interesó. Entonces notó que algo no andaba bien.

–La luz se nos va a menudo –dice al policía, aún varado en el descansillo–. El piso ya era antiguo cuando lo alquilamos. Si lo elegimos fue porque era de renta baja y porque quedaba al lado del taller que me había montado. ¿Se ha fijado en el bazar chino de la esquina? Pues ahí estuvo mi taller hasta que cumplí los cincuenta y cinco y tuve que echar la persiana.

Pero eso sería mucho después, porque cuando llegó las cosas iban de maravilla: empezaba una nueva vida, la faena le caía cerca y no faltaba el dinero. Entonces, los tres tramos de escalera no eran un problema.

–Al principio la corriente aún iba a ciento veinticinco. ¿Sabe a lo que me refiero? –pregunta al policía–. Enseguida la pasaron a doscientos veinte, pero sin cambiar los cables. Por eso salta, en cuanto le exiges un poco a la instalación. Estoy harto de ponerle notas al presidente de ahora para que haga algo, pero ni caso.

–¿No ha hablado con él?

–Es un chico que lleva poco en la escalera. Yo, con la gente de antes muy bien. Pero con estos de ahora, lo justo y menos.

–¿Quedan muchos vecinos de sus tiempos?

–¿En este bloque sin ascensor? –ríe el viejo–. Aquí sólo quedamos tres viviendas de las de entonces. En el primero hay un señor viudo con el que ya no me trato, y en el segundo una pareja que no sale de casa. Y yo aquí, en el tercero.

El policía escucha atento, por más que empieza a impacientarle esta conversación en la escalera.

–Y también mi señora, claro está –sigue el otro, recorriendo las desgastadas baldosas con la mirada–. Pero del cuarto para arriba todos son gente nueva, la mayoría de fuera. A los de antes, el dueño siempre está mirando de quitársenos de encima, para realquilar a  precios de ahora. Aunque conmigo se va a joder, ya se lo digo yo. Es él quien le ha hecho venir, ¿no es cierto?

Había abierto el armarito que ocultaba el contador y rearmó el diferencial. De inmediato oyó el pitido que llegaba desde la cocina, testimoniando que todo volvía a funcionar. Apenas había pasado una hora desde que salió a comprar, así que nada se habría echado a perder.

¿Desde cuánto te encargas tú de la compra?, se preguntó. Desde que todo empezó a irse al garete –se dijo.

–Mi mujer ya no está para subir y bajar –dice al inspector–. Cuando me quedé en el paro empecé a hacerle la compra y también la casa. Mientras, ella echaba su jornal en la fábrica, hasta que le dieron la larga enfermedad y luego la jubilación. Después he seguido con la costumbre, debe ser por eso que estoy más delgado que cuando nos casamos. Ella es unos pocos años más joven que yo, pero el tiempo la ha tratado peor y está delicada. Paradojas del destino: en un país de viudas, me veo sobreviviéndola a mi pesar.

 Comprobó el arcón congelador y repartió la exigua compra entre los armarios de la cocina, sabedor de que era el culpable de que los plomos saltaran tan a menudo.

–Esa escalera ya empezaba a dejarme derrotado, a veces incluso por varios días –dice al policía–. Así que nos compramos el arcón para almacenar, no fuéramos a vernos a precario de provisiones. Aún recuerdo cómo las pasaron de putas los que lo subieron, y eso que eran jóvenes. Al principio lo tuvimos medio parado, pero empecé a hacerlo servir en serio hace cuatro años.

Y todo por la maldita escalera –recalca–, que me obliga a dosificarme en las salidas.

–Con este follón de ahora creí que iba a sacarle todo el partido, pero de momento no está siendo así, por suerte.

Con poco nos apañamos mi mujer y yo, había dicho esa misma mañana a la risueña chica del súper, mientras le hacía la cuenta. ¿Quiere que le acerquemos la compra a su casa?, le brindó la muchacha, pero él declinó la oferta. De momento aún me valgo, le dijo.

A esa muchacha del súper siempre le adivina una sonrisa bajo el bozal de tela. Las cuatro palabras que intercambian una o dos veces por semana son una delicia para el viejo, por más que ella sea de un país de esos de por el sur de América.

A la que no aguanto es a la verdulera, dijo a su mujer mientras ordenaba el último tarro de garbanzos en la estantería de las conservas.

–Doña Remedios es la única que todavía mantiene abierta una tienda de las de toda la vida –explica al policía–. Pero la muy zorra te vende a precio de oro el mismo género que el paki de unas calles más allá. Como si, por solo ser ella de aquí, sus acelgas supieran mejor.

No hay derecho, le ha transmitido muchas veces a su esposa, y ha percibido su asentimiento: que hace bien, le ha contestado; que debe economizar.

–Por eso prefiero los otros colmados –dice–. Y, también, porque me jode el chismorreo. ¿Es que acaso no saben lo delicada que anda mi señora?

 Lo que al viejo le molesta es la insistencia. Que ella está mala ya lo venía  explicando desde hace tiempo, cuando de tanto en tanto le preguntaban.

–¡Pero, joder, con esto de ahora es el colmo! –se señala la mascarilla que le oculta la mitad de la cara–. Ahora, con todos saliendo al balcón a hacer gimnasia o a cantar, y a aplaudir en cuanto llega la hora, es como si te pasaran lista. Mucho interesarse, sí; pero, ¡coño, nadie se ofrece a echarme una mano en la casa! ¡Ni siquiera cuando me ven subiendo cargado como un burro! Ya lo único que me faltaba era que viniera la policía.

–Los de servicios sociales han querido hablarle desde hace tiempo, pero usted siempre les da largas.

–¡Que se vayan a tomar por culo los de servicios sociales! ¿Dónde estaban cuando tuve que cerrar el taller? ¿Qué hicieron cuando me quedé con una mano delante y otra detrás? ¡Nadie vino a ofrecerme una ayuda entonces, así que tampoco me vengan a joder ahora!

El hombre se ha puesto rojo y el policía llega a temer que le vaya a dar algo, con tanta excitación.

–Pero usted tendrá alguna prestación económica –aventura.

–Menos de lo justo, como cualquier autónomo. Por no decir que nada. Jamás pensé que me dejaría seco aquella crisis de los noventa, y que a mis años ya me sería imposible recolocarme. ¡Ya ve qué triste final para un hombre! Primero, tener que vivir del salario de mi mujer; y, después, de su pensión.

–Entenderá que el ayuntamiento se preocupe, máxime si ella está enferma. Y que también lo haga la gente.

–¡Que se preocupen de lo suyo, hostia! ¿Tan regalados viven que no tienen otra cosa que hacer que espiar a los demás? Y usted: ¿no tiene maleantes a los que perseguir, en vez de perder el tiempo aquí?

El inspector suspira y se rearma de paciencia.

–Mire, no me puedo estar aquí todo el día. Dígame, ¿va a dejarme pasar o no? –insiste–. Si es que no, éntrese y dígale a su mujer que se asome. ¿O voy a tener que venir con una orden judicial?

El viejo ha bajado cabizbajo hasta el portal, donde se han congregado algunos convecinos expectantes, y los enfrenta con ira. El inspector no le ha puesto las esposas, aunque se prepara para retenerlo si intenta embestir a alguno, por más que lo vea sin fuerzas. En lo que no pone interés es en evitar que el hombre los recrimine.

–Estaréis contentos, cabrones. ¿Tanto os aburrís encerrados en vuestras casa? –les escupe a gritos–. ¿Cómo es que no la echasteis a faltar estos últimos años, hijos de la gran puta?

 El policía sabe que no llegará a detener al viejo. Que solo le tomará declaración –eso sí– y que luego lo devolverá a su casa, sin esperar a que se descongele el cuerpo para que el forense emita su dictamen. Mañana la prensa publicará lo que quiera, pero está seguro de que el abuelo no ha cometido ningún delito grave: quizás alguna infracción administrativa o, a lo sumo, un fraude a las arcas del Estado.

–¿Usted no podría olvidarse de dar parte a la Seguridad Social? –le ruega el octogenario con un hilo de voz, cuando arranca el coche patrulla–. Sin su pensión me veré en la calle y sin nada para sobrevivir.

El inspector no responde, pero está afectado.

–De no ser por esta mierda –continúa el viejo, ajustándose la mascarilla a ras de ojos para disimular que se le están tornando llorosos–, nadie se hubiera percatado de nada.

Al menos hasta que la peste hubiera hecho sospechar al bloque entero, como él tenía previsto.

–Sólo entonces nos habrían encontrado, muertos los dos.

*  *  *

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Inspiración

04 martes Ago 2020

Posted by Martín Garrido in Cortos

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Último viaje, inspiración, relatos cortos

Que la inspiración ha de alcanzarte trabajando es cosa archisabida. Leo en una novela de Camila Lakberg que el allegado de uno de sus personajes -una escritora de novelas, a su vez- hecha en cara a ésta, medio en broma medio en serio, que le baste sentarse y esperar a que se le ocurran cosas, mientras él ha de trabajar.

Desarrollar una historia requiere de horas y horas enganchado en solitario a la herramienta de escritura, y se hace por convicción y vocación. Pero queda por discernir cómo viene la inspiración: la chispa que hace de embrión creativo. A mí nunca me acontece de igual forma, así que explicaré un caso.

Cierta tarde, en el preludio de una reunión a la que asistíamos al menos una docena de persona, una de ellas dijo -fuera de temática, mientras tomábamos asiento y comentábamos trivialidades- que le molestaban mucho los taxistas parlanchines; que no era persona de entablar conversación con ellos y que enseguida se enfrascaba en sus cosas para evitar el diálogo.

Tiempo después, esa frase se convirtió en el inicio de un relato. El resto fue de mi total autoría, tras horas de elucubrar qué hacer con ese chispazo y de emborronar cuartillas en la pantalla del ordenador: un suicida toma un taxi con la idea de vengarse en la persona de un conductor verborreico que, a la hora de la verdad, no lo será.

Así nació Último viaje, que -si están interesados- pueden ver aquí.

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El rastro de las pantallas (un relato)

05 jueves Sep 2019

Posted by Martín Garrido in Cortos

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asesinatos, crimen, detective, el rastro de las pantallas, investigación, relato corto, relato policiaco

¿Tienen idea de lo enredado que resulta para un detective ponerse a buscar a alguien de quien apenas te dan un nombre? Pues imagínense cuando se trata de localizar a tres tipos y el cliente te exige celeridad. Así que, de entre mi lista de contactos, me pareció que el sargento Guerrero sería el propicio para echarme una mano. Nos habíamos hecho mutuos favores en bastantes ocasiones y, además, él andaba embarcado en un máster para su hijo, por lo que un ingreso extra le vendría de perlas. Después ya sólo me quedaría rastrear las direcciones  –vomitadas clandestinamente por las pantallas de la policía–, localizar a los objetivos, transmitir mi informe y cobrar la faena. Pero al final la cosa no resultó tan depurada.

  Ya de entrada, el cliente me había nombrado a quiénes localizar, pero había sido demasiado parco indicándome el por qué. Aquello tendría que haberme escamado. Veinte años viéndolas de todos los colores deberían haberme hecho más cauto, pero yo también pasaba por un momento delicado y necesitaba efectivo con urgencia. Así que, como única precaución, agregué la filiación de quien me contrataba a la lista que pasé a Guerrero, y los ordenadores respondieron que no le constaban antecedentes. En un tiempo récord ya sabía lo que me interesaba. No es por vanagloriarme, pero aquello fue coser y cantar para alguien tan bregado como yo.

La primera noticia adversa me llegó por la prensa. Un hombre había aparecido calcinado en un descampado, aunque no tanto como para no poder identificarlo. Se llamaba igual que uno de mis objetivos y era de su misma edad; aunque bien podía ser mera coincidencia. Un día después, un segundo tipo fue dragado del fondo del puerto con un alambre atenazándole las muñecas. Sus iniciales coincidían con las de otro integrante del trío investigado. Esperé ansioso a la prensa de la mañana siguiente, pero esta vez fue la propia Guardia Civil quien me trajo noticias. El cuartito donde me sentaron debía estar tan plagado de lóbregas historias que me sentí acojonado nada más pisarlo.

–Andrés Román –un teniente leyó mi credencial antes de mirarme fijamente–. ¿Desde cuándo mantienes tratos con el sargento Guerrero? ¿Acaso creíais que las consultas a la base de datos de la Guardia Civil no dejan rastro? ¿Qué clase de cachondeo os pensáis que es esto?

El sargento estaba de pie, a un lado, con la cabeza tan gacha como la de un pobre alumno a quien han pillado copiando y espera un durísimo correctivo.

–Éste ya está liquidado –lo señaló el oficial–, si tiene suerte sólo tendrá que buscarse otro empleo. Pero tú aún estás peor.

Me tendió las fotos de un cadáver ennegrecido y la de un cuerpo chorreando agua.

–Te diré lo que sospecho –dijo-. Pienso que proporcionando esas direcciones has puesto al asesino tras la pista de sus víctimas, si es que no estás más complicado en las muertes.  De momento aún nos faltan otros dos, de quienes todavía no sabemos nada.

Sólo eran tres, repuse, y confesé a quién pertenecía el cuarto nombre.

–Interesante –consideró el teniente–. ¿Dónde podemos localizarle?

El trato con el cliente lo había cerrado en mi despacho. También hablamos por teléfono, pero el móvil que usó conmigo ya no daba señal. En cuanto a su identidad, resultó ser más falsa que un duro de plástico: en la base del carnet de identidad no figuraba nadie con aquella filiación.

–Por eso no le constaban antecedentes –soltó el teniente– ¿No se os ocurrió pensarlo, idiotas?

Salí del cuartel bendiciendo que el oficial no hiciera sangre conmigo. Al menos de momento –me había precisado–, y siempre que todo se resolviera con rapidez. Debió prever que yo también investigaría por mi cuenta. ¿Acaso me quedaba otra? Además, se lo debía al sargento Guerrero.

Al cliente me lo había recomendado un abogado con quien trabajo habitualmente.

–Lo recuerdo –me dijo éste–. Era un señor bajito y muy moreno, de unos cincuenta y tantos años.

Empezábamos mal. Mi hombre era alto, mucho más joven y tirando a rubio. Y, ahora que lo pensaba, bastante malcarado.

–Quería informarse sobre cómo localizar a unos familiares lejanos a quienes había perdido la pista hace años. Por un tema de herencias, me dijo. Le di tus señas y ya no sé más.

Eran los mismos motivos que me había dado a mí.

–¿Por qué vino a verte a ti?

–En realidad me lo rebotó otro abogado, a quien había acudido primero.

Le llamó. El rubio alto –que empezó siendo moreno y bajito– acabó mutando en mujer.

–¿Estás seguro? –preguntó mi abogado a su colega.

–Por supuesto.

–¿De qué la conoces?

–De nada. Me dijo por teléfono que era amiga de un cliente habitual.

Como supuse, ese cliente lo desmintió.

¿Y ahora qué?

A diferencia de con el rubio, Guerrero no había querido pasarme los antecedentes de los otros tres. Error por mi parte el no insistirle, pero ahora no podía llamarle. Así que llamé a su teniente.

–Les constaban hurtos menores, pero ninguno había estado detenido nunca –me respondió con sorprendente atención.

Él tampoco debía tener gran cosa y le traspasé cuanto yo sabía. ¿Eso es todo?, me preguntó. Todo, le aseguré.

–Se te está acabando el tiempo –aprovechó para amenazarme.

Volví a donde residía cada uno de mis hombres. Las dos muertes no habían transcendido y no era de extrañar, ya que cada uno de ellos vivía solo y se relacionaban poco en sus respectivos barrios. La puerta del que aún faltaba por aparecer estaba cerrada a cal y canto y hacía días que los vecinos no sabían de él. Me dio mala espina. A ninguno de los tres se le había visto recientemente con un tipo ni moreno ni rubio ni con mujer alguna, pero me dijeron que pudieran estar empleados en una agencia de trabajo temporal. Un contacto que mantengo en la seguridad social me facilitó la razón social.

Telefoneé y un empleado charlatán me aseguró que los tenían colocados en una empresa de transporte urgente. Me fui para allá. El dueño del negocio no estaba y a su mujer, que le hacía de secretaria, se la veía disgustada: ninguno de los tres se había presentaba a la faena en los últimos siete u ocho días.

–Supongo que es por esta gripe, que nos está dejando en cuadro –masculló con desdén–, o vaya usted a saber por qué otro motivo. Tampoco se han molestado en avisarme.

–¿Qué cometido desempeñan aquí?

–Cada uno vigilaba en un turno. Por los ladrones, ya sabe.

Esgrimí mi identificación y pedí sus fichas.

–Trabajo para la mutua laboral investigando bajas fraudulentas –argumenté.

–Ah, en ese caso aquí las tiene.

De entrada, ninguno de los domicilios allí escritos se correspondía con los que yo conocía.

–¿Cuánto llevan con ustedes?

–Aún no llega al año. Ya ve, la gente de ahora es muy informal. Entre esta clase de tropa y la crisis, pronto habremos de echar el cierre. Si les ve dígales que no hace falta que vuelvan –me exhortó la mujer al despedirme.

La Guardia Civil tampoco había estado en la agencia de trabajo temporal. Allí también les constaban las mismas direcciones que en la empresa de transportes, lo que engrosaba mi culpa.

–Un señor vino preguntándome por ellos hará una semana. Dijo que los conocía y que también él buscaba faena. Le di el móvil de uno de los tres.

Tuve un pálpito. Localicé con la vista la cámara de seguridad camuflada junto a la puerta y exhibí otra vez mi carnet de investigador.

–¿Ese trasto graba?

–Claro. A veces nos viene algún exaltado a liarla.

–Tendremos que ver las imágenes.

–No sé si eso es legal –se resistió.

Hube de acercarle un vaso de agua del lavabo para reanimarlo, tras narrarle el lamentable estado actual de al menos dos de sus empleados. Acongojado, fue corriendo la filmación hacia atrás hasta que localizó al tipo. Enseguida lo reconocí.

–Así que el rubio existe –profirió el teniente tras llegarse a la agencia.

La duda escocía, sobre todo cuando era evidente que yo era el único que obtenía resultados en aquel caso.

–Ahora vete a casa hasta que te llame, como poco habrás de testificar –me mandó, y confiscó el disco con las imágenes que luego cotejaría en su dichosa base de datos–. Déjanos el resto a los profesionales.

Y una mierda, me dije, pero callé.

A ver, Andrés –me pregunté–: ¿a santo de qué tenía el rubio que dar matarile a los guardas? ¿Y qué pintan el moreno bajito y la mujer? Ya acostado, muchas ideas afluyeron a mi cabeza, pero ninguna consistente. Al día siguiente, muy temprano, me despertó el zumbido insistente del timbre de la puerta. Una patrulla con las luces azules encendidas esperaba en la calle, y en el cuartel me aguardaba el teniente. Al lado de las fotos del día anterior colocó la de un hombre también maniatado a la espalda y colgado de un árbol por el cuello.

–Lo han encontrado esta noche en un bosque cercano, aunque llevaba días muerto. He querido que fueras el primero en saberlo.

Su voz ya no era solícita, sino siniestra. Recuerda que tú también eres sospechoso, volvió a enseñarme los dientes. Una hora después recogí de mi casa el arma que tengo por si las cosas se ponen mal y me fui al piso del calcinado. Lo forcé. La Guardia Civil ya había estado allí, pero siempre podía habérseles pasado algo. Era espartano, como de quien sólo está de paso. No hallé nada, ni tampoco en el del ahogado ni en el tercero. Estaba violentando el buzón del ahorcado cuando ella apareció. Pillada por sorpresa, la mujer de la agencia de transportes se asustó.

–Nadie me decía nada y he tenido que venir yo misma –trató de salir del paso.

Evidentemente mentía: se suponía que ella ignoraba las direcciones buenas de sus tres empleados. La agarré del cuello y la acogoté sin contemplaciones contra la pared.

–Y ahora dime todo lo que sepas –bramé.

Bastó con volvernos a la empresa para echar mano al moreno bajito: era el dueño del negocio. No hube de apretarle, se puso a temblar nada más vernos entrar. Estaba solo. El propio teniente había estado a verles la tarde de antes, tras recoger las imágenes, y a los dos les entró el tembleque: un detective es una cosa y un guardiacivil es otra bien diferente.

–Al principio los tres vigilantes se habían concertado para mangar algunos envíos que luego revendían. Sabían dónde colocarlos, porque conocían a gente del ramo.

Era yo mismo quien me complacería en dar explicaciones al teniente, bastante más tarde.

–Los dueños acabaron dándose cuenta, pero la crisis era tan fuerte que entraron en el juego. Lo vieron como un modo de ir trampeando, de momento, y no creían hacer mal a casi nadie: ellos se sacaban un dinero, el seguro indemnizaba a los clientes, y aquí no ha pasado nada.

El valor de lo sustraído iba subiendo a cada robo. Sin embargo, los guardas sabían por experiencia que tarde o temprano acabarían pillándolos, así que decidieron dar un golpe definitivo y quitarse de en medio. Eligieron un buen envío, de piezas de arte, y desaparecieron. Pero el marchante, mosqueado por un expolio anterior, advirtió al dueño y a su señora de que o le devolvían lo suyo o se iba derecho a la policía. El matrimonio miró primero de encontrar a los tres cómplices traidores, contratando a un detective: a mí. Pero, por no enmarañarse más, al final acabaron interponiendo a alguien inadecuado.

Los encerré en el cuartito de la limpieza, sin molestarme en amordazarlos. Sabía que estarían tan callados como dos muertos. Me senté tras la mesa del dueño con la pistola al alcance de la mano.

–Fue el rubio quien informó al matrimonio de dónde vivían los guardas –proseguía mi relato– y se ofreció para recuperar lo robado. Se ensañó con los tres huidos y, cuando tuvo las obras, extorsionó al dueño y a su mujer: o le daban más o negociaría una recompensa con el marchante. Al saber de las dos primeras muertes se cagaron vivos. Pero ella, con más presencia de ánimo, se puso en marcha y se fue a la casa del tercer vigilante.

–¿Con qué finalidad?

–Hoy acababa el plazo dado por el rubio y quiso ver si estaba conchabado con el guarda que faltaba. Tal vez hasta pudiera arreglar el asunto con éste. Recuerde –hice ver al oficial– que aún no era público que también se lo había cargado.

El asesino llegó a la empresa como animal que olisquea el peligro. Le apunté al entrar al despacho y se quedó paralizado al verme. Yo debía ser el último a quien esperaba encontrarse allí. Podemos llegar a un acuerdo -me ofreció-, no sería la primera vez que te pago. No me cabían dudas de que había venido con la idea de cobrar y acabar con el matrimonio; y de que ahora yo también era un inconveniente que tarde o temprano tendría que solventar: no podía dejar testigos. Por eso -por precaución-, nada más encerrar a la pareja yo había llamado al teniente.

Los tres detenidos partieron esposados en las patrullas de la Guardia Civil. Por primera vez, el oficial sonrió.

–Te felicito, eres bueno investigando –reconoció–. Sólo por eso voy a recomendar que nada más te retiren la licencia durante un año.

–Pero…

–¿Qué, si no? ¿Acaso creías que ibas a irte de rositas.

* * *

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Me rindo

02 lunes Jul 2018

Posted by Martín Garrido in Cortos

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Clara, deporte, me rindo, relatos negros, riesgo, venganza

Me rindo y me dejo vencer hasta sentarme en la tierra, exhausto. Dejo ir entre mis piernas flexionadas el bulto del que tiro marcha atrás, arrastrándolo a duras penas, y hundo la barbilla en el pecho. La frente se me ha inundado de regueros de sudor y me sofoco dentro de la chaqueta. Me duele respirar.

Lentamente me reclinaría hasta que mi espalda reposara en el suelo, como cuando tras futbol-1la prórroga reuníamos fuerzas para la ronda de penaltis; desparramados por el césped, concentrados antes del momento decisivo, mirando la portería de reojo. Pero aquí no hay ni portería ni balón ni hinchada, ni mucho menos un ansiado trofeo. Ni tampoco equipo: sólo el bulto y yo. Así que me aferro a las rodillas, porque si me dejara ir ya no me levantaría.

Alzo la vista. Hay luna llena pero ya casi no distingo mi coche, detenido allí abajo, en la maltrecha pista. Se ha portado bien. Ha traqueteado y rechinado y he sentido su panza raspando el suelo, y me he encogido como si fuera mi cuerpo el que topaba con cada pedrusco del abrupto camino. Hasta que inevitablemente ha dicho: de aquí ya no paso. Sigue leyendo →

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Musas en la playa.

24 domingo Jun 2018

Posted by Martín Garrido in Cortos

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extraño, inspiración, musas, novela, observación, playa, relato negro

Me he tumbado en la playa y me fijo en un hombre que viene caminando por donde rompen las olas. Se ha arremangado los pantalones y la espuma del mar le lame los pies. Es un tipo pesado, alto, con toda la pinta de norteuropeo y vestido de negro. Anda despacio, como si le costara acarrear su cuerpo. En una mano porta sus chanclas. Una mochila, también oscura, le pende de la espalda. ¿Que tendrá, cincuenta, sesenta años? Se cubre con un sombrero de paja. En uno de los bolsillos de al lado de la mochila -uno de esos de brocha rejilla, de los que sirven para poner una botella de agua o un mapa de ruta- destaca, por lo inusual, una brocha. Sí, una brocha de las de pintar: de pintar paredes.

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Cazadores furtivos.

16 sábado Jun 2018

Posted by Martín Garrido in Cortos

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Andrés Román, cazadores furtivos, detectives, engaño, no hay lugar para la poesía, relato

(Meses antes de aparecer en No hay lugar lugar para la poesía, el detective Andrés Román protagoniza una aventura).

Nada es por casualidad. Ésta es la máxima de Andrés Román, fundada en la cínica experiencia que le dictan dos décadas como detective privado. Acomodado en una butaca de cuero de su coctelería favorita –el Bellavista– saborea un pisco-sour exquisito, con el que festeja la última faena recién concluida. Suena jazz bajo las luces atenuadas.coctel Raquel lo ha convocado de urgencia, esta misma tarde, y llega casi tan elegante y sofisticada como siempre. Pero hoy no lo besa. Julio se ha enterado –le suelta abatida–: lo sabe todo. Román se ajusta la americana, serio, y evalúa qué quiere abarcar ella con ese todo remarcado. ¿Habla de cuando Andrés la encontró en aquella sala de fiestas para malcasados? ¿De su primera vez en un hotel de urgencia? ¿De los fines de semana que pasaron, furtivos? ¿De todas las copas aquí mismo, donde ahora están? Conquistarla no fue difícil; tampoco lo fue seducirlo a él. Sigue leyendo →

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Capri

20 domingo May 2018

Posted by Martín Garrido in Cortos

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Capri, contranado, Enrique, mafias, marinero, relato

 

El gruista de turno en Estambul se había esmerado al estibar el contenedor en la bodegacontenedor del buque y a Enrique le fue fácil recuperar el paquete, poco antes de atracar en Nápoles. Llevaba dos años enrolado en el Marsaskala III y sabía que a nadie iba a escandalizar que los precintos aparecieran rotos, eran muchos los que hacían esas cosas para sacarse un sobresueldo. Desembarcó y enseguida tomó el catamarán que en menos de una hora lo dejaba en el muelle de Capri. Las nubes se habían apartado un momento, lucía un tímido sol y él se acomodó en una de las terrazas de la Marina Grande, con su mochila de lona entre las piernas. ¿Qué tomará?, le preguntó el camarero en italiano. Una birra, respondió, y esperó.

Cada embarcación que llegaba arrojaba centenares de turistas que atestaban los muelles y se perdían cuesta arriba, hacia los miradores de la isla. Desistió de identificar a nadie entre la abigarrada multitud. La copa helada exudaba humedad cuando le dio el primer trago, atenuando la sequedad de su garganta. Un hombre surgió de entre la masa y se acercó para sentarse a su mesa, sin más ceremonia. Enrique le echó un vistazo: bastante más joven que él –andaría sobre los treinta años-, robusto y discreto. No parecía un maleante ni tenía pinta de policía, aunque uno nunca podía fiarse.

Tutto va bene?, preguntó con una sonrisa que no le alcanzó a los ojos. El marinero respondió cabeceando de arriba abajo, despacio. El tipo echó una ojeada a la mochila, de pasada, y miró como distraído hacia los barcos amarrados. È dentro?, consultó, y Enrique asintió de nuevo. El camarero se acercó –un’acqua frizzante– y Enrique pudo observar que se guiñaban un ojo. Éste también está en el ajo, seguro que le hace de vigía, pensó. Se le antojó demasiada gente para lo que habría de ser una transacción rápida.

-¿Traes la pasta?

–Ogni cosa a suo tempo.

Faltaban veinte minutos para la salida del próximo catamarán y al marinero ya empezaba a quemarle el suelo de la isla, pero el otro no parecía tener ninguna prisa.

-Escucha –cambió al español-, tendrás que subir tú mismo el encargo allá arriba.

Eso no es lo pactado –rechazó- pero el italiano se encogió de hombros, indiferente. Se non ti piace, puoi andartene ora. No, Enrique no estaba dispuesto a dejarlo estar: precisaba el dinero y no había llegado tan lejos para volverse de vacío. Dejó al tipo tomándose lo suyo y descartó el funicular, imposible de gente. El microbús ocupaba casi todo el ancho de la carretera y los coches que bajaban se iban echando a donde podían para dejarlo pasar, hasta llegar a la piazza Umberto I. Espérate en la barandilla, sobre el despeñadero, le había indicado el otro. ¿Y qué hago allí? Nada, disfruta del paisaje.

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Sara

07 sábado Abr 2018

Posted by Martín Garrido in Cortos

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novela negra, relatos negros, Sara, verano

Playa-de-As-Canas-Prado.-Nigrán.-Pontevedra2

Fue preciosa desde que naciera, veinte primaveras atrás. Mateo se resistió a apadrinarla -¿ya le convendrá ser la ahijada de un inspector de policía?, opuso- pero hubo de claudicar: eso siempre le dará un respeto, le rebatió el matrimonio amigo. Se equivocaron. Anteanoche apareció en la playa, tan destruida que el sargento de la Guardia Civil quiso que fuese él quien reconociera el cadáver. Ni una palabra a los padres ni a nadie -le rogó-, bastante pena tienen ya.

Mateo la veía de agosto en agosto. Sorprendió la envidia en sus amigas y el deseo en los chicos; la ansiedad en su único novio y los codazos burlones al paso de la pareja, siempre tan comedida. O cuando ella enrojecía al oírle bromear: esta chiquilla os dará un disgusto cualquier día. Imposible, reía la madre, está hecha a la antigua.

Desciende el féretro ante el pueblo entero. Los padres aúllan y el chico se le acerca. Júreme que encontrará a quien la ha destrozado así, exige con rabia desmedida. Mateo le sondea la mirada reseca que tantas veces ha visto en otros. ¿Cómo no se dio cuenta? Telefonea al sargento y conduce, dejando escapar el tiempo. Luego enfila hacia el cuartel y en el vestíbulo sortea a los confundidos progenitores del muchacho. A éste se le muda el rostro al verlo entrar en el cuartito donde lo han confinado.

-Dime, ¿cómo sabías tú lo que le han hecho? –Mateo le escupe con furia todo el fuego del averno-. Y dame una sola razón para no matarte aquí mismo.

 

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