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(Publicado por Calibre38, IX Concurso Internacional de Relato Bruma Negra, 2021).

El abogado Santiago Morilla está entre mis clientes desde que me estrené como detective, y aquella mañana me rogó que me viera con Sonia Escudero.  

–Sé que ya no llevas casos como éste –reconoció–, pero soy muy amigo de su familia.  

Hay compromisos ineludibles, así que me avine a atenderla. Morilla me adelantó que Sonia era corredora de bolsa y también dueña de un bar de copas en Indautxu, montado a medias con su acaudalado padre. Lo dirigía su marido Enrique, y ella solo se acercaba por allí a pasar cuentas. El bar era una concesión del padre para tener distraído a un yerno cincuentón, perezoso y ya ajado, del que ella se había encaprichado hacía demasiados años. Ahora lo mantenían asalariado, para justificar que hacía algo de provecho en la vida. 

–En este negocio –me explicó Sonia–, lo que inviertes en género debería multiplicarse en caja por seis o siete, antes de gastos. Pero últimamente la recaudación anda lejos de esa cifra. 

Para la mujer, algún empleado estaba metiendo la mano en la caja. 

–Son tres, aparte de la señora de la limpieza; a la que descarto por razones obvias. 

Tenía a uno de mis auxiliares de permiso y al otro de baja, por lo que las siguientes noches me las pasé en el local. Se llamaba Dreams y poseía su encanto. Alternaba actuaciones en directo con música enlatada de calidad, y lo concurría una clientela entre la que miré de camuflarme.  

El martes fui solo y enseguida me hice una composición de lugar. Sonia había descrito a los sospechosos: Carlos, un joven viril de unos treinta años, muy bregado en el negocio y presunto hombre de confianza del matrimonio; Aroa, una muchacha de veintidós, menuda, nerviosa y muy apretada dentro de su uniforme; y Sergio, un chaval de menos de veinte, rubito y guapetón. Las consumiciones se anotaban casi escrupulosamente en la pantalla de una registradora y ninguno –el amo tampoco– invitaba más allá de lo razonable. El descalabro no parecía venir por ahí. 

El miércoles soborné a una buena amiga, para disimular más, y juntos fuimos contabilizando lo que se sirvió desde la medianoche en adelante, cosa que no dejó de divertirla. Antes del cierre la facturé en un taxi y esperé fuera. Mientras los empleados permutaban sus ropas de faena por las de diario, el jefe hizo caja.  

Se echó la persiana. A Aroa la recogió un chico que semejaba ser su novio y el propietario se subió al ciclomotor del camarero rubito. Distinguí la mirada reprobadora del otro empleado, mientras arrancaban. Les perseguí unas manzanas en mi moto, hasta una sucursal con ingreso nocturno. Iban muy cómplices y muy divertidos. Depositaron la recaudación, regresaron entre risas, y el dueño tomó su coche, que había quedado aparcado ante el bar. 

Repetí el jueves, de nuevo solo. Hicieron el ingreso y ambos –patrón y empleado– se desviaron –aún más divertidos y más cómplices– a un permisivo local de Bilbao la Vieja que siempre cierra tarde, al que no entré. Desde allí fuimos a un grupo de pisos cercano al Museo de Bellas Artes, donde comprobé que el nombre del joven constaba en solitario en la plaquita de un buzón. Tras una larga hora de plantón, llegó un taxi. Cuando el marido de mi clienta alió al portal, Sergio lo despidió entre arrumacos. Los retraté mientras jugueteaban a que te doy o no un sobre que el madurito fingía hacerse el remolón en entregar. 

Poco quedaba por resolver. Yo podía alargar mis servicios e inflar el montante, pero había aceptado el encargo por puro compromiso y no pensaba dedicarle más tiempo. Redacté mi informe y una factura que al día siguiente entregué a la mujer, con la recomendación de que casara las copas que yo había visto servir con las que constaban en la registradora. El previsible desfase sólo podía ser obra de la posterior manipulación del marido. 

–Tiene un querido –comprendió, con entereza. 

Eso parecía, le hubiera dicho. Pero dejé que lo rumiara ella sola, dispuesto a olvidarme del asunto. 

El lunes llamaron a mi puerta, muy temprano. Por mucho que nos conozcamos, me escamó que el subcomisario Aguirre se presentara en mi casa.  

–Debes acompañarme –me soltó, escueto. 

A Aguirre le va lo melodramático, pero no me esperaba que en comisaría me pusiera delante, a bocajarro, una fotografía de Sergio con la garganta rebanada de oreja a oreja. 

–Un amigo se lo encontró ayer por la mañana, asesinado mientras dormía. No habían forzado la puerta y el cuchillo estaba limpio de huellas. El autor lo tomó de la cocina del propio piso del muerto. ¿Sabes dónde te digo? 

–¿Por qué habría de saberlo? 

Aguirre había interrogado a sus compañeros del bar, incluidos el jefe y la propietaria. Los empleados coincidieron en que un cliente no habitual les llamó la atención, noches atrás. 

–Por la descripción intuí que eras tú –Aguirre quiso parecer sagaz, pero lo que añadió fue más creíble–. Y la dueña me lo confirmó después. 

Tras algunas reticencias, Sonia había acabado por mostrarle el informe y las fotos que hice: fueron suficientes para que quedara detenida como sospechosa del crimen. Pero nuestro amigo abogado presentó un montón de influyentes testigos que juraron haber estado con ella desde la noche del sábado hasta bien entrada la mañana siguiente.  

–¿Es cierto que no estuvo sola en ningún momento? 

Aguirre se encogió de hombros.  

–Si no lo es –dijo–, lo parece. 

De lo que no le cupieron dudas fue de las altas influencias que desplegó el anciano Escudero para que su hija quedara sin sospecha y para que a Aguirre le cayera una soberana bronca, que descendió desde la mismísima Consejería de Interior.  

–Si no ha sido ella, ¿entonces quién? 

–Ni idea. El niñato vivía bien. Corría con los gastos del piso, comía fuera todos los días y mantenía a un amigo aún más joven que él. Siempre a cargo de su jefe, según tu informe. 

–¿A Enrique no le molestaba lo del amigo? 

Me exasperó que volviera a cerrarse de hombros.  

–¿No se lo has preguntado? –le interrogué. 

–Eso te toca averiguarlo a ti. 

Por algún infundado motivo, Aguirre me hacía corresponsable del fiasco con que se había iniciado su investigación.  

–No quiero volver a cagarla –se explicó–. Así que échame una mano.  

La cara que puse hizo que me recordara los muchos favores que le debía. 

Llamé a Sonia y ella me citó en el bar la noche del miércoles.  

–No voy a perder de vista a éstos hasta que se aclare todo –me dijo–. Enrique saldrá de mi casa, por supuesto, pero continuará aquí como empleado. Le mantendré el sueldo hasta después del divorcio, para que no me reclame una compensación, y luego lo despediré. 

Sin duda era una mujer calculadora. Su padre, por evitar el oprobio, apretó también para que la prensa no nombrara la relación entre el muerto y el que aún era su yerno. Éste, desde la trastienda, me lanzaba miradas de fuego.  

Carlos, el camarero de confianza, me aseguró que aquello se veía venir. Al preguntarle a qué aquello se refería, me dijo que últimamente le mosqueaban las confianzas que Sergio se tomaba.  

–Lo que más me pesa es no haberle explicado nada a la jefa. Pero la vida es así: ver, oír y callar. 

Aroa siempre estuvo en la inopia, y su novio –que desde el domingo le brindaba sempiterna escolta en el local– tampoco parecía haberse percatado del lío entre jefe y empleado. Cuando acabé con ellos, me fui a la trastienda. 

–¿Cómo tiene los santos cojones de acercárseme? 

–No vengo como detective contratado por su esposa –respondí a Enrique–, sino como emisario de la policía. ¿Prefiere hablar conmigo o con ellos? 

Mejor conmigo, sin duda. Sergio había llamado el sábado –el día de más faena– para decir que tenía migraña y que no vendría. Carlos tomó nota del avisó y se lo comunicó a su jefe. ¿Sergio padecía migrañas?, pregunté, y Enrique me dijo que no. Que se había quedado preocupado y que se acercó al piso después de cerrar, pero que el chico no contestó a su llamada. 

–Supuse que dormía y lo dejé descansar. 

El subcomisario Aguirre me dio acceso al amiguito del asesinado, aún consternado por haber hallado el cadáver en la cama. Él también tenía una llave, que había entregado a la policía. Me repitió lo que ya había declarado: que estuvieron retozando hasta pasada la medianoche y que luego se fue. Una vecinita que llegaba le había visto salir, a él, y al rubito volviéndose adentro. La policía lo había comprobado. Finalmente, el forense dató la muerte a última hora de la madrugada, justo cuando el cincuentón decía haber hecho su infructuosa visita de inspección.  

Para Aguirre estaba claro. Pidió una orden para registrar el domicilio conyugal –a lo que Sonia accedió gustosísima– y en la chaqueta que Enrique vestía aquella noche apareció otra copia de las llaves del piso de Sergio. La vivienda del fallecido estaba regada de sus huellas, por supuesto.  

La detención fue inmediata, por más que Enrique juró no haber visto nunca aquellas llaves. Los celos fueron el móvil cualificado que nadie cuestionó, y el viejo Escudero se encargó –ahora sí– de que el arresto saliera en primera plana.  

Yo, por mi parte, me dispuse nuevamente a olvidarme del asunto, ahora para siempre. 

–No fue él –me aseguró el amigo del fallecido, presentándose en mi agencia días después–. Sé que Enrique es incapaz de matar a una mosca. 

–¿Lo conoces? 

Asintió, imperturbable, y no quise preguntarle si él también mantenía relaciones con el jefe de su amigo. Confieso que soy un descreído total, lo suficientemente de vuelta de todo como para no juzgar a nadie. 

–No fue él –me repitió. 

–A veces las apariencias engañan. 

–No con Enrique. Mire si se querían, que le había prometido dejar a su mujer en breve. 

–Pero tu camarada lo engañaba contigo. 

–Una cosa no quita la otra. Enrique era el casado, no podía exigir demasiado. 

¿Entonces quién fue?, repetí la pregunta, pero el chico tampoco supo contestarme. Así que hice lo que quizás había obviado Aguirre: preguntarme a quién beneficiaba la culpabilidad de Enrique. 

El abogado Morilla me explicó que el cincuentón siempre fue un pelado y que su suegro lo tenía por un buscavidas. 

–Sonia es heredera única y toda la vida le ha ido la marcha, quizás demasiado. Enrique era atractivo, en su tiempo, y dio el braguetazo. Nunca me habría imaginado que fuera bisexual. 

–¿El viejo podría haberle tendido una trampa? 

El abogado movió la cabeza de un lado a otro. 

–Como mucho hubiera mandado darle una paliza, pero montar un crimen para luego endosárselo al yerno es demasiado enrevesado para él. No le busques los tres pies al gato –me recomendó–: Enrique ha matado al chico por celos. 

–Carlos, mi compañero –me explicó Aroa, delante de su novio–, viene al local cada mañana. Hace los pedidos y lo deja todo a punto para la noche. Él recomendó a Sergio, para sustituirle durante unas vacaciones, y ya se quedó con nosotros.  

–¿También estaban liados? 

–¿Carlos liado con Sergio? ¡Ni hablar! A Carlos cualquier día le estallarán los huevos, de puro machote. Se lo digo por experiencia: a la que me descuido, ya me está metiendo mano. 

El omnipresente novio se sulfuró y los dejé empezando una discusión. 

–Sergio estaba en un local de Abando al que voy cuando libro –me contó Carlos–. Era muy eficiente trabajando, pero ni por asomo pensé que fuera del ambiente.  

–¿Tampoco lo sabías de Enrique? 

–Tampoco –dijo, pero sus ojos perdieron brillo al decirlo. 

Aroa me llamó por teléfono. Acababa de recordar que Sergio había perdido un juego de llaves unos meses atrás. 

–Se enfadó mucho. Estaba seguro de haberlas dejado en su cazadora cuando entró a hacer su turno. 

Me explicó que se cambiaban en la trastienda y que colgaban la ropa en un perchero. 

 –¿Quiénes trabajasteis ese día? 

Era sábado y los sábados estamos todos, respondió.  

–¿Tú te cambias en el mismo cuarto que ellos? –pregunté, para desechar sospechosos. 

–Sí, claro –me dijo con desparpajo–. ¿Por qué no? 

El muchacho que la cortejaba debía estar nuevamente delante, porque al otro lado de la línea se inició otra discusión. 

–Aroa no es una chica fácil. 

El novio de la camarera había venido a mi despacho –él solo– a justificar no sé exactamente qué. 

–Ya trabajaba en el Dreams cuando la conocí. Para ella, su faena es innegociable. A mí ese trabajo me trae por el camino de la amargura, pero son un pack: o Aroa y el bar, o nada de nada. 

Pero no es una chica fácil, repitió. 

–No como su jefa. Esa sí que es un putón verbenero. 

La había calado en las pocas ocasiones que la había visto por allí. Le pedí que me diera detalles y lo hizo. 

–Lo que me cuentas queda muy cogido por los pelos –me dijo Cabrera–. Además, el caso ya está cerrado. Y el tipo, en prisión provisional. 

Aun así se avino a secundarme. No perdía nada y hasta podía colgarse una medalla, si yo no erraba. 

Aquella mañana finalicé la última espera y me fui temprano para el Dreams, donde había quedado con Sonia y sus empleados supervivientes. La mujer de la limpieza acababa de alzar la persiana. Entró Carlos y al cabo de un minuto lo hizo la dueña. Salió la empleada, enviada vete a saber dónde, y aproveché para colarme adentro. 

–Se ha adelantado –dijo la jefa, mirando su reloj–. Me alegro, porque tengo cosas importantes que hacer. Ya solo falta Aroa. 

–No vendrá –contesté–: anoche la advertí de que no lo hiciera. 

–Pero usted quería que estuviésemos todos –se sorprendió ella. 

–Para lo que he de decir, con ustedes dos me basta. 

Había captado toda su atención y tiré por el camino más corto. 

–¿Hace mucho que sois amantes? 

Vi que Carlos se ponía tenso. ¿Desde cuándo lo sospecha?, me contrarrestó Sonia, con calma. Reconocí que hacía apenas un par de días. 

–Pero he podido confirmarlo. ¿Os digo dónde habéis dormido esta pasada noche, los dos juntos? 

Carlos enrojeció y yo aceleré: ¿quién le quitó la llave a Sergio?, pregunté a Sonia, y yo mismo me respondí. 

–Tuvo que ser éste, por lógica –señalé al camarero.  

Conocía de sobras los gustos del marido de Sonia y se lo puso a huevo cuando le trajo a Sergio. Después, con las llaves en su poder, solo hubo de esperar la noche propicia y maniobrar correctamente.  

–Debió serte fácil sorprender a Sergio mientras dormía –seguí–. Después, tú misma dejaste las llaves donde la policía las encontrara con facilidad. 

Al empleado se le crisparon los puños con agresividad y yo metí una mano en mi chaqueta, a la altura de la cintura.  

–No hagas ninguna tontería –le advertí.  

Sonia era muy buena reprimiendo sus emociones, y nos miraba a uno y al otro como se contempla un juego de tenis. ¿Cobró ya mi cheque?, quiso saber con serenidad, y asentí.  

–Si llego a imaginarme para qué me contratabas, te hubiera pedido más –añadí. 

–Entiendo entonces que esta reunión bien podría ser el preludio de un chantaje –me replicó, como la mujer de mundo que era–. ¿En qué cantidad ha pensado? 

Ella misma adelantó una cifra y Carlos la miró con ojos desorbitados. Cielo, déjame a mí –le dijo–: yo sé más de estas cosas. 

–No pago solo para que calles –me tuteó también–. Tendrás que construir a Enrique un pasado de hombre colérico y declararlo en el juicio, para que a nadie le queden dudas. 

La abultada propuesta resultaba tentadora, pero yo necesitaba saber más: el porqué de todo. Sonia sonrió de medio lado. 

–Por una de las razones más antiguas del mundo: por la jodienda. 

¿Tan bueno es éste?, dudé mirando al camarero, y ella lo contuvo.  

–No puedes imaginártelo. Pero hay algo más –me aseguró–. Yo conocía los gustos de Enrique. Sabía que cada vez disimulaba menos y que cualquier día podía darle por asumir su condición sin tapujos.  

–Con el informe que te hice habrías conseguido fácilmente el divorcio. 

–Es cierto, pero no estoy dispuesta a cederle un céntimo de lo mío. Si va a la cárcel, ni siquiera tendré que pasarle una pensión. 

Así que todo se reducía a eso, pensé: a una cuestión de dinero. 

–¿Te parece bien el trato? –me interrogó con malicia, viéndose ganadora. 

El silencio se espesó los pocos segundos que tardé en responder. 

–Es una buena oferta –reconocí–. Pero no podrá ser. 

¿Por qué no?, quiso saber, contrariada. 

–Por mí –clamó una voz rotunda, desde la puerta del bar. 

Ya he dicho que al subcomisario Aguirre le va lo melodramático, y su entrada estuvo a la altura.  

–Estarás jodido si se hace público que traicionas a tus clientes –me dijo el subcomisario, tras partir el coche patrulla con ambos amantes. 

–¿Has oído hablar de la ética profesional? –le respondí, y me miró de hito en hito. 

–¿Tú crees en esas zarandajas?  

–A veces sienta bien experimentarla –confesé–. Te reconcilia contigo mismo. 

*  *  *