
Hablar más que un sacamuelas es una expresión a la que se recurre para decir que alguien pose una verborrea desbordante que hastía, especialmente cuando alguien habla de todo y de todos en cantidad y sin calidad. He buscado de dónde viene el dicho. Un sacamuelas era el antecesor de un moderno dentista del seguro: la persona que te quita esa muela que te aflige. Se anunciaba a voces en los mercadillos loando su habilidad para realizar una extracción indolora; de ahí la referencia a la elocuencia, no siempre cargada de verdad.
Los barberos también compaginaron, por siglos, el recorte de barbas y cabellos con la profesión de sacamuelas y ciertas cirugías menores. Más para acá, en las peluquerías se hablaba mucho y de todo, por lo que parece que nuevamente podría adquirir sentido la frase hecha.
¿A qué viene este entrante que acabo de dejarles? A que esta mañana, después de hacer ciertas gestiones, me he desplazado con la idea de recobrar un viejo hábito abandonado hace ya ocho meses: tomarme un café en un antiguo bar y -enfrente- visitar a mi barbero, como hacía una vez al mes. Y ello me ha hecho padecer primero un disgusto y después un desencanto. Pero antes de narrarlos, permítanme hablarles de mi barbero.
El hombre es un peluquero de los de antaño; un andaluz con edad para jubilarse hace años, pero que ha seguido al pie del cañón como muchos otros autónomos (otro día hablaré de los autónomos). Es un barbero de viejo que -como modernidad- atiende a horas concertadas; aunque lo suficientemente espaciadas como para que algunos privilegiados nos presentemos allá sin dar el fastidioso aviso y nos arregle entre el cliente que acaba de salir y el que aún no ha llegado. No siempre lo hace -hago aquí un inciso aclaratorio-: sólo nos reserva este favor a los que precisamos de poca mano de obra, debido a lo menguado de nuestras existencias capilares.
¿Es este hombre un parlanchín? No lo sé, sinceramente: yo soy de los que fabulo mucho pero doy poca conversación. Sospecho que el sistema de horas concertadas habrá hecho mermar la función de club social y espacio de debate de las peluquerías -al menos en las de caballeros-. Por otra parte, uno de los placeres de este establecimiento es que siempre tenía conectado un televisor con una programación invariable: los reportajes de La Dos de Televisión Española. Lo que -además de suponer un ahorro en revistas y en conversación- ya da una idea de su talante. En resumidas cuentas: era un local donde alguien como yo se encontraba realmente a gusto.
Pues bien, al acercarme a la peluquería he visto la persiana bajada y un letrero escrito a mano donde se anuncia su venta o alquiler. De aquí deriva el disgusto del día.
Confieso que me he quedado un par de minutos clavado ante la puerta metálica. Primero me he cerciorado -tontamente- de no haber errado con el establecimiento: son ya muchas las veces de cortarme el cabello en casa. Solventada la cuestión, cruzo al bar ya mencionado y se produce el desencanto. El dueño me reconoce, me pone el café en un vaso de cartón sobre un mostrador que ha improvisado en la misma puerta, y me avía con este mínimo servicio. Estamos él y yo solos y me atrevo a preguntarle qué ha sido de mi peluquero.
-Le ha pasado lo que nos ha de ocurrir a todos: lo que no han podido los años, lo ha podido el puto bicho -me ha dicho.
-¿Ha cerrado por el covid?
Así es -ha continuado-. Se ve que el hombre sólo tenía tenía tres pasiones: su peluquería de toda la vida, sus reportajes de la tele, y sus nietos; pero ahí -me ha señalado el local huérfano- entraba mucha gente, y se ha visto obligado a elegir en conciencia. Así que ha echado la persiana abajo, con todo el dolor de su corazón.
– Ahora ya solo le queda hacer de viejo -dice el cafetero, desolado.
Ciertamente, este asunto está dando al traste con más cosas de las que uno se piensa.