Por fin he inaugurado de todas todas la temporada playera. Un tanto tarde,
por desgracia, ya que los meses de mayo y junio nos han sido indiscutiblemente adversos. Para desquitarme me he pasado los dos días del último fin de semana alternando entre la toalla de la playa y el chiringuito de las cervezas, con sus respectivos y consiguientes estragos. Mi amigo Alejandro, que ronda los ochenta, ha preferido la montaña, y hoy lo comentamos.
-Entre paseo y paseo descubrí la terraza de un hotel rural, donde me estuve deleitando con dos de mis grandes aficiones: observar y poner la oreja -me dice.
También son las mías -ya lo saben ustedes-, por lo que sigo con interés sus palabras.
-La conversación de un grupito de chicos que se sentaban a mi lado me hizo reflexionar -prosigue-. Pero, antes de entrar en materia, voy a describírtelos.
Alejandro había contado a media docena de hombres y a dos mujeres, todos más o menos próximos a la treintena, aunque sin alcanzarla. Un somero y entrenado vistazo le dijo que no había parejas entre ellos, que todos eran amigos y ya está. Lo cual no es poco. Conversaban y él – fisgón empedernido- les escuchaba. Uno de los chicos relataba aventuras y desventuras anteriores. Contaba que, junto a otro amigo, anduvo por un refugio de montaña todo un largo puente, ya hace algún tiempo, y que coincidieron durante varias jornadas con cinco muchachas. Se las debieron prometer muy felices los dos, en cuanto a escarceos nocturnos. Pero al concluir la segunda noche aún no habían anotado ningún tanto en el marcador. ¿Qué estamos haciendo mal?, se preguntaron. Por fin se percataron -con algo de vergüenza, por lo que dijo el chico- de que los hombres no eran el objetivo de sus compañeras de estancia, en cuestión de género.
En otros tiempos, según mi amigo Alejandro, del grupito hubieran brotado risas, mofas y comentarios soeces: de todo él, incluidas las chicas. Pero nadie lo hizo, ni siquiera el muchacho que narraba la jugada. Lo hacía con pesar, sí, pero con la mayor tolerancia.
–Pero lo que me dejó a cuadros fue cuando las dos chicas que le escuchaban -primero la una y luego la otra- afirmaron que ellas también habían buscado en una ocasión un escarceo homosexual es sus vidas. Cada una por su cuenta y como por probar, aseguraron.
Mi amigo Alejandro y yo -con quien me encanta mantener platicas- nunca hemos hablado de política ni de temas de esta otra naturaleza. De inmediato me he puesto en guardia, al entrever hasta dónde podía llevarnos esta conversación de hoy. Sinceramente: puede que ya se me haya pasado el arroz de percibir con naturalidad cualquier tipo de relación -la herencia cultural es aplastante, qué le vamos a hacer-, pero no dejan de molestarme las actitudes homófobas. Me molestan tanto como las fascistas y, francamente, en estos últimos tiempos las veo venir bastante parejas.
-Ya soy muy mayor -me dice Alejandro, a su vez-, y he vivido mejores ocasiones y también peores. Pero era la primera vez -me segura- que oía hablar así de relaciones, y eso me ha reconfortado. Cosas como ésta son las que te reconcilian con tu especie.
Yo, la verdad, respiro aliviado.
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