Día setenta y siete del año nuevo.
Cada vez que voy al dentista, como esta tarde, se me vienen a la memoria dos películas. La primera es una comedia negra a rabiar a pesar del humor que destila: La pequeña tienda de los horrores, se titula. De ella he visto dos versiones cinematográficas, una del año 1960 y las otra de 1986. El segundo film es Marathon man, al que he dedicado un post en este mismo blog. Ya sea en uno u otro film, el dentista (en forma de sádico o de torturador, respectivamente) se presenta como un personaje marcado con el estigma de productor inevitable -y hasta sádico- de dolor. No sólo cuando te maneja la boca, también cuando te extiende la cuenta.
Mi doctora tiene la costumbre de charlarme mientras estoy postrado en ese tecnificado potro de tortura que es el sillón del odontólogo. Lo de que “charlamos” es una figura retórica: yo bien poco digo, más ocupado en prever por dónde me vendrá el siguiente pinchazo o cuando notaré ese dolor frío e incisivo que –según los entendidos- es el más penetrante de cuantos se pueden infligir a un ser humano. Todo ello al tiempo que me aferro compulsivamente de los robustos reposabrazos. Mientras, ella me cuenta esto o lo otro o lo de más allá. Yo, por cortesía y para no aparecer como un gallina redomado, gruño de tanto en tanto y hasta lanzo un gorgoriteo sin gracia que quiero asemejar a risa. Al tiempo, ella se inclina sobre mí, clava sus preciosos ojos verdes en mi boca y me mete dentro sus dedos enguantados. Tira de mis labios, apalanca entre mis dientes y hace rechinar contra ellos el torno, y me lleva casi al ahogo en mi propia saliva, para drenarla en el último segundo,y luego incrustar cuñas sobre las encías, y abultarme los labios con almohadillas de algodón amargo, para luego impregnarme las encías de una pasta vomitiva. Todo un espectáculo, en definitiva: a veces pienso que me gustaría ver qué cara hago en ese trance. O mejor no.
El caso es que de aquí a unos cuantos días cenaré con un escritor que vino a publicar hace un tiempo una novela ambientada en una casa de citas. Seguro que si le contara la experiencia de hoy, él no dudaría en asegurarme –con el humor que le caracteriza- que el dentista es, entre los profesionales de la medicina, el arquetipo ideal del sadomasoquismo: le pagas para que te aflija. Me quedo con esta idea. Otro día, cuando esté menos dolorido, hablaré de otras clases de sexo.