Día ochenta y tres del año nuevo.

El viernes es el día más tranquilo en la biblioteca, fuera de la temporada de exámenes. Los muchachos y muchachas que la frecuentan están preparando el fin de semana y uno encuentra sitio de sobras donde sentarse a leer o a escribir. Se respira paz, tranquilidad y sosiego. Hasta puedes acercarte a la zona de la máquina de café y echar unas parrafadas sin molestar demasiado a nadie. En ello andamos mi amigo Alejandro y yo, tomando un brebaje oscuro. Alejandro –recuerden- es un octogenario misántropo que, a pesar de ello, ha decidido que vale la pena deleitarme con su conversación.
-La otra mañana salía de la panadería con mi pan de cada día bajo el brazo. El día era bueno y me senté en un banco de la plaza. En el de al lado fumaban tres chicas apenas salidas de la adolescencia. Me puse a escucharlas.
Tomo nota de que este viejo es de trato escaso, lo que no le excluye de espiar las conversaciones ajenas. Otra cosa más tenemos en común.
-Por lo que hablaban deduje enseguida que eran enfermeras o algo así, en su jornada de fiesta. Saltaban de tema en tema. Nada interesante, Martín, hasta que tocaron uno que a mí me concierne. Una de ellas exponía que días atrás había atendido a un viejo solitario, traído desde su casa en ambulancia. Quedó ingresado, lo trataron y por la noche estuvo tranquilo. A la mañana siguiente se personó su hijo.
Alejandro hace un alto para dar un sorbo al café. Yo ya he olvidado el mío, suspenso de sus palabras.
-Por una extraña coincidencia le había tocado una habitación para él solo, lo que facilitó su reposo. Pero, lo que es un privilegio en la sanidad pública, había degenerado en un horrible trifulca al preguntar su vástago que quién le había velado el sueño. El hombre se quejó de que habían dejado a su padre sólo, aún estando enganchado a infinidad de catéteres y cables. De sus palabras deduje que el individuo era hombre de cultura y posición, pero no por ello dejó de maldecir y amenazar con querellarse en los juzgados.
Yo entro en situación y aguzo la atención para ver a dónde quiere ir a parar mi amigo.
-Las tres enfermeras festivas coincidieron en que aquél hombre había meado fuera del tiesto. El abuelo estaba bien y, si tanto interés tenía el quejoso, ¿por qué no había venido él a cuidarlo? ¿Por qué no lo tenía consigo? ¿Acaso no era su obligación de buen hijo? Una de las chicas acabó por usar el calificativo que flotaba en el aire: desfachatez. Y ahí es donde entra la reflexión que yo me hago de toda esta historia ajena.
Alejandro se asienta y me mira a los ojos.
-Los viejos somos un estorbo, Martín. Tenemos la tozudez de no morirnos, de persistir en este valle de lágrimas. Y eso, en los tiempos que corren, es de mal gusto.
Yo le diría que no es así, que la medicina avanza, que aumenta la calidad de vida, que el hecho de que se vivan más años es síntoma de progreso. Hasta de evolución social. Alejandro salta impelido como por un resorte. Ahí quería llegar, me dice.
-Hace dos o tres generaciones los viejos vivían menos, pero vivían acompañados. Se morían antes, pero entre la familia. Ahora el estado de bienestar prolonga la vida, sí, pero no basta para procurar atención a los abuelos. ¿Sabes cuál es uno de los temas de conversación entre muchos hermanos de cierta edad? Te lo diré: que a cuánto sale por barba costear una residencia, porque las actuales tarifas no son asumibles ni para los abuelos ni para sus familias.
-También hay ayudas para sufragarlas.
-Pocas.
El viejo se resitúa en su silla para tomar impulso.
-Martín, y hace décadas que la sanidad, que nos da más vida, es más o menos gratuita. También lo es la educación. Si los hijos no tienen tiempo ni por regla general tampoco medios, ¿por qué no hay lugares decentes para todos, de titularidad púbica, donde esperar sin prisas al último día? ¿Tanto gasto supondríamos?
Se me ocurren una cuantas ideas, pero Alejandro se responde a sí mismo.
-El problema, Martín, es que los viejos vamos cuesta abajo, decayendo e infantilizándonos hasta dejar de protestar. Ni tenemos futuro ni somos un potencial de rédito para los que mandan, muchos de los de mi edad no van a votar.
Yo no veo las cosas tan simples, pero Alejandro prosigue.
-Nuestros vástagos sólo piensan en que se acabe pronto el mal trago, sin calcular que también les llegará el momento. Así que, si eres viejo, ¡apáñatelas como puedas!
La tarde se está tornando espesa. Empiezo a contar la edad que tengo y a calcular cuánto margen me queda. Mejor saco otro par de cafés y cambiamos de tema.
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