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Enrique Casamichana -alias Joao Silva, alias Luís Casado- está echado en el jergón y contempla el techo. La celda es pequeña pero él está acostumbrado a estrecheces: dos tercios de su vida los ha alternado entre camarotes y habitaciones de pensión. Tampoco es éste el primer calabozo que pisa, ni el peor. ¿Cuándo empezó todo?, se pregunta, y se repite la respuesta que se ha estado dando los últimos cuarenta y seis años: en la festividad del Corpus Cristi de mil novecientos cincuenta y ocho.
Aquel día lejano despertó con los golpes que, desde fuera, alguien propinaba sobre la persiana que cerraba una de las paradas del mercado municipal de la Barceloneta. Enrique iba camino de los diecinueve y la charcutería le hacía de habitación desde que el señor Anguera lo recogiera como aprendiz de dependiente, dos navidades atrás. Aunque lo explotaba -apenas le daba cuatro duros que completaba con un plato caliente al mediodía y un jergón para pasar la noche, estirado en el suelo tras el mostrador-, no podía por menos que estarle agradecido. Aún así, Enrique estaba determinado a marcharse. Sigue leyendo