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En los años setenta, al socaire de la más reciente apertura política y de las nacientes libertades (entre ellas la de expresión), un famoso humorista de entonces se atrevía a hacer críticas divertidas al gobierno del momento, asegurando que “ahora se puede hablar, ahora ya no pasa nada”. Era cuando la televisión era en directo y en blanco y negro. Y sonreía confiado mientras que -para corroborarlo- consultaba al público. Este rompía a reír. Enseguida la faz risueña del cómico variaba a rictus nervioso y su cara se llenaba de dudas, de prevención y de franca preocupación, por si se había pasado de la raya. Seguro que los de más edad recuerdan a quien me refiero.
¿A qué viene este recuerdo, ahora? No hay más que abrir el periódico para verlo. A mí se me vienen a la cabeza un par de letrillas de un famoso autor del siglo de oro:
Pues amarga la verdad
quiero echarla por la boca
***
No he de callar por más que con el dedo,
ya tocando la boca o ya la frente,
silencio avises o amenaces miedo.
¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?